Teoría de la imitación

Teoría de la imitación

Hedda Gabler

04/05/2017

Priscila había explotado, tiró un bote de tomate contra el suelo, los muebles, ella y yo nos teñimos de rojo. Quería mi aprobación y yo no sé la di.

Dentro de poco empezaría a gritar y a llorar. No la gustaba hacerlo, pero tampoco lo podía evitar. Estas situaciones eran el fruto de un terremoto interior, había vuelto a autodestruirse, es decir, creo que en esos momentos su intuición se cercioraba de forma casi mágica de que estaba haciendo algo muy mal. Era a mí a quien buscaba para que la reafirmase, pero tampoco podía hacerlo, muchas veces estaba borracha cuando venía con estas crisis. Yo no podía decir a mi hija que era un ser maravilloso cuando se presentaba completamente ebria y después de pasar la noche en la cama de cualquier desconocido. Por desgracia tenía muchas cosas que reprocharle. Llegaba entonces una enorme sensación de insatisfacción que solo era capaz de aliviar con el bálsamo de la histeria, la histeria alivia a quien la padece, aunque vuelva loco a los de alrededor. Esos gritos y lloros eran el reclamo a una comprensión que yo me sentía incapaz de materializar. Si las palabras son nuestro mejor recurso para comunicarnos con alguien, a Priscila no le bastaba con las palabras, necesitaba algo que no existía, una comprensión inalcanzable en este mundo. Algo divino tal vez, no lo sé, ni siquiera soy capaz de lograr a acercarme a saber qué es lo que necesitaba. Le resultaba imperioso que alguien le diese las respuestas acerca de quién era, que alguien fuese capaz de acercarse a su esencia más sublime y decirle exactamente lo que necesitaba saber. Para lo joven que era, Priscila había tenido muchas relaciones, estoy segura de que duraban tan poco porque los ponía a prueba, porque a ellos, igual que a mí, los usaba para tratar de comprenderse a sí misma. Mi hija era un pozo de sufrimiento. Necesitaba una potencia de luz tan grande que provocaba un corto circuito. Sus problemas para comprenderse a sí misma no eran una cuestión ajena. Era algo que necesitaba encontrar ella misma, pero era demasiado complicado para ella. Mi hija necesitaba adoptar conciencia de que estaba destruyendo su vida, que su loca búsqueda por ser genuina y especial la había llevado a intentar ser en lugar de ser, a aniquilarse. Tal vez cuando fuese consciente de eso sería capaz de volver a tener una vida, de retomar todo lo que era y sacar realmente su verdadera esencia, original o no, no lo sé, pero real. Solo entonces podría dejar de pelearse consigo misma, conmigo y con el mundo.

  • -Estás muy bien, Priscila.

No era eso lo que hubiese querido decir a mi hija, iba ridícula. Pero yo no podía soportar otra bronca, igual que no podía soportar más insultos y más discusiones por un tema tan estúpido. Ni ella podía permitirse volver a derrumbarse. Las discusiones que teníamos eran guerras, nunca he visto a alguien ponerse tan violento por medio del tono de voz y las palabras, terminábamos las dos desgastadas, sin fuerzas para nada más a lo largo del día. Claro que yo, podía continuar con mi vida, sin embargo, ella no podía continuar con nada. A fin de cuentas, discutía buscando una respuesta que no existía nada más que en ella.

Hasta que se obsesionó con esta idea mi hija era un Ángel, para mí era un regalo del cielo, la recompensa por una vida difícil. Pero se convirtió en un demonio. A veces, muy pocas veces, aún se dejaba brillar y salía una persona dulce, pero tratar de decirle eso también suponía una nueva crisis de personalidad.

Admiraba a su hermano de la misma manera a la que se venera un Dios, para ella, su hermano tenía todas las respuestas. No quiero echar la culpa a mí hijo, pero creo que fue muy perniciosa su influencia en la identidad de Priscila.

Hace muchos años Antonio vino a casa después de terminar el primer trimestre en la universidad, estaba muy feliz por su recién estrenada carrera e hizo un comentario sin malicia.

– Estoy entusiasmado con la literatura, me encanta mi carrera. Una de las teorías que más me ha revuelto por dentro es la teoría de la imitación. Es decir, esta idea plantea ya desde tiempos de Aristóteles que no existe una obra verdaderamente original, sino que toda obra nace del influjo de obras anteriores. Desde entonces estoy volviéndome loco buscando ser original en lo que escribo, pero siempre me descubro imitando algo que he leído, visto o escuchado…

Priscila era una niña y no tenía la capacidad para comprender de lo que hablaba su hermano, pero si tenía edad para conjeturar y hacerse una mala idea de lo que su hermano decía. Le miraba embobada. Recuerdo que se inquietó cuando su hermano dijo esto y comenzó a preguntar millones de cosas acerca de ser original y como conseguirlo. Creo firmemente que una idea mal planteada puede cambiar el rumbo de una persona sin identidad.

A los 15 días su hermano se fue y empezó a venir mucho menos a casa, esa conversación junto con la ausencia de quien más la aprobaba influyeron mucho en ella. Desde entonces hemos estado ella y yo solas. Aquí comenzó nuestra guerra. Ella no dejaba de mirarse al espejo, a buscar gestos, tonos de voz diferentes a los que tenía, quería ser diferente a todos los demás y por tanto fingía actuar de una forma que no era natural a ella. Me preguntaba a todas horas sobre tal o cual forma de actuar, de gesticular o de vestir. No sé si en el caso de haber dado importancia a este acontecimiento hubiese podido hacer otra cosa por mi hija, si en ese momento le hubiese dicho alguna frase tonta o la hubiese ayudado a saber quién era tal vez a mi hija le hubiese deparado otro destino. Pero no lo hice, no lo hice porque no me pareció importante, porque me pareció una anécdota más en el juego infantil hacia la auto-reafirmación. Pero creo que el juego ha durado demasiado. La pobre necesitaba una aprobación excepcional casi de cualquier cosa, y por desgracia, en la mayoría de las cosas no se le podía dar una valoración positiva.

Cuando no era capaz de sentirse bien con lo que hacía, es decir, cada dos días, explotaba contra mí. Me echaba la culpa de estar tan perdida. Reconozco que mi hija me hartaba, repetía lo mismo una y otra vez y me perturbaba.

Lo más irónico era que Priscila quería ser original, buscaba no imitar a nadie, y sin embargo se dejaba influir una y otra vez por todas las estupideces que veía, escuchaba o leía. A fin de cuentas, todos imitamos, todos nos dejamos influir y eso nos termina convirtiendo en nosotros, quiero decir, es verdad que nadie es original, ni mi hija, ni mi hijo Antonio, ni usted, ni yo. De pequeños todos tanteamos varios caminos, pero todos tenemos ciertas características innatas que, si bien podemos pulir para no ser un peligro para la sociedad o para nosotros mismos, están ahí, y nos confieren cierto carácter personal. Luego están los libros, la cultura, la ciencia, que nos hacen tener opiniones, capacidad crítica, nos sentimos identificados con autores… Pero a fin de cuentas todos somos subproductos. No se… creo que estoy comenzado a buscar una justificación a todo esto y estoy muy cansada. ¿Me podrían dar un vaso de agua?

Lo que quiero decir es que, mi hija se obsesionó con la idea de ser genuina. Dejó de estudiar porque no era capaz de concentrarse en otra cosa que no fuese ser original, agujereo el suelo de toda la casa porque se pasaba las horas correteando de un lado a otro en tacones buscando una camiseta, un collar o hasta una manta. Se pasaba las noches sin dormir viendo películas, buscando entre todos esos personajes alguien que fuese digno de su originalidad y entonces lo imitaba. Una vez se acostó viendo Orgullo y prejuicio y a la mañana siguiente se levantó tratando de actuar como Elizabeth Bennet, me hacía preguntas tan absurdas y poco edificantes como; ¿Mamá ¿tú crees que tengo modales refinados? Comenzó a preguntarme multitud de cosas sobre lo que yo opinaba de ella, de su forma de estar, de su cultura, yo simplemente no la respondí, me resultaba infantil reafirmar a mi hija con estupideces así. Entonces se enfadó, me dijo que no la apoyaba y comenzó a gritar, destrozó un libro de su padre, que en paz descanse y se marchó de casa. Ese día me fui a trabajar con el alma rota, me llamó por lo menos 7 veces para decirme lo mala madre que era, que le parecía el colmo que no la hubiese llamado para saber cómo estaba. No es fácil aguantar esto en soledad, llevo toda la vida trabajando por ella. Otra vez, recuerdo que consideró original teñirse el pelo de verde, como hacen las locas inseguras. Lo siento, pero eso tampoco es fácil para una madre. Mi hija es un lienzo de malas decisiones, tatuajes, cicatrices de tatuajes que se ha quitado y yo he pagado, cicatrices de intentos de suicidio, el pecho operado con 19 años. Operación que pagué por no seguir escuchándola. Era absurdo que tratando de ser original y reafirmarse hubiese degenerado en una masa ingente de estupidez. ¿Sabe cuántas veces he tenido que buscarla borracha en mitad de la noche porque ella era muy libre, muy original y no se dejaba amilanar ni por tener que madrugar al día siguiente ni por nada? Durante tiempo he querido creer que, lo que le pasaba era adolescencia, inmadurez. Por mucho que me duela decir esto mi hija tenía 22 años y no había lograda nada, lo intentamos con psicólogos y se resistía a escucharlos, aunque tampoco sé si ellos eran capaces de comprenderla. Se había entregado a la absurda expedición de ser original a los ojos de los demás y se había despreocupado absolutamente de ser ella de verdad, de buscar aficiones, pasiones o incluso aversiones que la llevasen a ser alguien. Muchas veces me parecía un personaje absolutamente ridículo.

  • – ¿Qué ocurrió tras decirle a Priscila que iba bien?
  • – Me sentí terriblemente mal por ella, no podía seguir admitiendo que mi hija metiese la pata de esa manera, fui a su habitación, estaba tirada en la cama, llena de salsa de tomate. Decidí decirla la verdad, le dije mi amarga verdad, una verdad cargada de resentimiento. Le dije que se tenía que empezar a dar cuenta de que no tenía personalidad, de que era un muñeco que se dejaba hacer, llevar y abandonar. Que estaba haciendo el ridículo y que ella valía más que toda esta locura. No se enfadó, pero se puso histérica. Mi hija era una romántica exaltada con absoluta necesidad de dar a su vida un sentido, y si no lo encontraba ¡muerte! ¡otra vez la eterna imitación! No podía ser de otra manera y así termino con su vida. Cuando reventé el sentido de su existencia, cuando le demostré que toda su creatividad y su vida no eran más que una mala imitación ella enloqueció, y así, exaltada como era, se tiró por la ventana. Por propia imitación, por no saber qué hacer. Realmente espero que el tiempo no me aclare las cosas, espero que el tiempo nunca me dé una respuesta clara sobre que tendría que haber hecho, deseo que el tiempo no me dé perspectiva acerca de lo que pasó, espero que el tiempo declare a mi hija por imposible, sino yo correré la misma suerte que ella. ¿Cuántas personas cree que se han suicidado recubiertas de salsa de tomate? Pobre mía. Por lo menos su suicidio fue relativamente original.

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