La ropa

Llevaba una semana encerrada y ya se acumulaba la ropa. El desasosiego de mi marido me obligaba a mí a mantener la calma. Él estaba en contacto con positivos en la clínica. ¿Y mi trabajo de autónoma? Mi madre atrapada en Marruecos, que acababa de cerrar las fronteras. El niño gateaba. Tengo que doblar la ropa, dije.

Al día siguiente mi marido ya no tuvo que trabajar, por el momento. Mi madre consiguió un vuelo a París. El niño ya se ponía de pie. La doblo yo luego, quédate con el niño, me dijo él.

Por la mañana, tras una trapisonda, mi madre aterrizó en Madrid. La mandé a casa a encerrarse justo a tiempo. Estado de alarma. Fui a doblar la ropa; el niño me reclamó para comer, dormir, jugar, mimos. Mi marido angustiado; le di de comer, le mandé a dormir, jugué con él un rato a la Play, le hice mimos. La ropa, pensé al acostarme esa noche.

Al día siguiente le hicieron un ERTE y mi suegra cayó enferma. A mi suegro, de riesgo, le llevé corriendo a un piso desalquilado, con provisiones para días. Mi cuñada trasladó a mi suegra al hospital. Mi marido, con síntomas, se aisló en nuestra habitación. Tras la puerta: llantos, puñetazos al colchón, gritos. El niño se asustó, no se despegaba de mí. Así no puedo doblar la ropa, me dije.

Mi madre sola. Mi suegro solo. Mi suegra a merced, en una camilla bajo luces pálidas. Mi cuñada médico, expuesta. Mi marido solo, destrozado. Y yo sola, con un koala agarrado a mi cuello. Inútil, sin poder consolar, ayudar, abrazar. Sólo palabras de ánimo que resbalaban.

Se durmió el niño. Corrí a doblar la ropa. Montones de calcetines emparejados, torres perfectas de camisetas, pantalones. Por fin.

Por la mañana, el niño en brazos, encontré las torres vencidas: calcetines por el suelo, camisas desdobladas, apiñadas. Quise llorar, darle un golpe al colchón, gritar. Pero unos brazos se enroscaron en mi cuello. «Maa-ma», señaló el niño. «No te preocupes, hijo, podemos vestir ropa arrugada», le abracé fuerte. «No vamos a salir».