Cuando ella llegó al hogar se extrañó en el silencio que reinaba. Entonces tuvo que mirar por la ventana y se dio cuenta que uno de sus suéteres yacía sobre el pasto que rodeaba el camino de entrada al hogar.
La casa era un desastre como todos los días. Platos sucios, heces de gato fuera de la arena, vasos sucios en la sala. Ambos padres trabajaban y Laurita pasaba la mayor parte del tiempo con la nariz entre libros o frente a una pantalla. Mientras ella lavaba los platos, después de la cena, tuvo a bien comentarle a su amado esposo la idea de tener una sirvienta. Como todas las veces anteriores, el hombre volteó la mirada un poco de lado y un poco hacia abajo, y cambió la conversación hacia la historia que su hija le había leído aquel día: “…un cuento sobre una casota en Buenos Aires. Ahí viven un par de hermanos y se tienen que ir yendo poco a poco”.
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“Me costó trabajo pero ya nada más se hace en el arenero”, masculló la mujer hacia Laurita con los ojos rojos.
Ni el hombre ni la mujer fueron buenos para hablar sobre sus sentimientos, incluso, desde que eran novios y la niña con el corazón roto ni siquiera era un proyecto. Las tensiones interpersonales comúnmente se dirimían en explosiones finales, gritos con cientos de insultos en la cara después de semanas de silencios molestos y alusiones. Finalmente venían las reconciliaciones, con sexo o sin él, después de las cuales se sentían más enamorados que nunca.
Por ello es que tampoco le enseñaron la mejor forma de comunicar sus sentimientos a la pequeña Laura. Por ello es que la conversación recayó sobre la gatita blanca después de que la madre balbuceó un “¿qué tienes?” apenas audible y la abrazó por varios minutos, mientras la chica seguía llorando sintiendo sus tiernos 12 años a cuestas.
Pronto la mujer encontraría una solución parcial. Desde su cuarto, que le pareció más grande que nunca antes, regresó con un par de ovillos de estambre y dos largas agujas clavadas en ellos. Las siguientes tardes le enseñaría a Laura cómo tejer.
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En un atardecer lluvioso de agosto Laura regresaba de la cocina a su puesto en el sillón. Sus fútiles pensamientos fueron interrumpidos por una forma húmeda en la semioscuridad de la sala. Su madre lloraba desconsolada. No le dirigió la palabra a su hija cuando ésta intentó consolarla, sacó un tubo porta planos desde debajo del sofá y descubrió un gobelino enrollado que colgó en la pared más grande de la sala.
Aquella tarde lluviosa de agosto la mujer decidió regresar de casa por un camino diferente. Tomó el metrobús muy al sur de la ciudad. Pronto la lluvia traería al tráfico, las luces rojas y mentadas de madre, además de ambiente pesado que cargan los cuerpos húmedos que suben y bajan en las diferentes estaciones. La hizo voltear un recuerdo muy lejano: durante la universidad había tenido la fortuna de viajar a Sudamérica y cometió la locura de perder su vuelo por visitar un par de días Buenos Aires. Tras los varios recuerdos nítidos emergió la figura que le preocupaba. La imagen de su ya no tan amado esposo abrazaba y besaba a una joven de gabardina verde le hizo olvidar la visión del Teatro Colón en donde tendría que estar el Polyfurom.
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Cuando Laura ingresó a la universidad decidieron que se quedaría en una residencia de estudiantes al sur. Ante la ausencia de la bella Laura, la mujer había ocupado su lugar sempiterno en la sala, con dos ovillos de estambre en una faena siempre postergada. Pronto, el hombre convirtió el abandonado cuarto de su hija en una tramposa biblioteca/despacho/cineteca.
La mujer llegaba todos los días con las ojeras cada vez más largas, caminando despacito el camino de piedra rodeado de frágil pasto. Se sentaba en el sillón y veía una pantalla frente a ella mientras yacía al lado una bufanda, un suéter o un chaleco a medio terminar. Cuando Laura los visitaba siempre bromeaba llamándola “mi mamá Penélope”.
Por otro lado, a su papá no le llamaba Ulises, de hecho, raramente lo llamaba. Intercambiaban frases sueltas y cargadas de lugares comunes y cotidianidad para volver a callar juntos. El hombre regresaba de su trabajo un par de horas después que su esposa. Entonces cenaba en silencio y se encerraba en la biblioteca/despacho/cineteca hasta altas horas de la noche.
De esta manera compartían una existencia que había menguado en exabruptos, después de los diarios viajes a casa. Cada quien se habitúo a vivir en su lado de la casa, sin aparente esfuerzo, encontraron una forma de vivir sin pensar. Algunos fines de semana Laura los visitaba. Entonces la mujer sonreía y le volvía a decir: “no te vayas Cuéntame algo”. Laura se convirtió en los ojos de su madre porque ahora la casa parecía inmensa: “…no hay pista alguna del desastre que era esta casa cuando yo era niña. Me da la impresión de que el silencio es tal que aunque nos separe la sala puedo escuchar los sonidos de Papá”.
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Laura viajaría a su casa por última vez una tarde lluviosa de agosto. Después de haber vivido varios meses en el Sur regresaba con un libro propio (que ella había escrito) bajo el brazo. Una crónica sobre una joven que viaja al Sur y pierde la vida de forma absurda. Tras poner el primer pie en el camino de piedras rodeado por pasto completamente seco, lo primero que hizo fue recordar la tarde que su madre le preguntó cómo había llegado su suéter al lado de la entrada de la casa. Ahora, en ese preciso lugar se enroscaban los restos de una gata blanca en añeja descomposición.
Cuando Laura llegó a la puerta no pudo abrirla. Entonces escuchó y sintió los indicios de una tarde de agosto en la Recoleta. Sólo así supo que la casa había sido, por fin, tomada.
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