En el asiento 14 de un bus con dirección a Baños de Agua Santa, una mujer con una trenza delicadamente tejida sobre su pelo largo y negro, ojos alargados, peso de madre, empieza a contarle a alguien del asiento 13 que ella se regresó de Italia porque su papá murió. Que incluso hasta lloró cuando fue el entierro. 

La persona del asiento 13, que está junto a ella, pero con el pasillo de por medio, no habla. Es un hombre. La mujer junto a ella le pregunta medio en reclamo sobre por qué dice sorprendida que lloró si cuando los padres mueren uno debe llorar. Entonces la mujer del asiento 14 después de una corta pausa le responde que ella aún recuerda a su papá llevándola monte adentro para zumbarle palo como si se le hubiera metido el mismísimo diablo y cómo a su hermana pequeña le pisaba la cabeza contra el piso para escarmentarla de sus faltas. Contaba que ella muchas veces se echaba la culpa para que sea a ella a la que le pisen el cráneo contra el piso. Y repite sorprendida: «hasta lloré cuando se murió». 

Yo desde la ventana del asiento 16 escucho a lo lejos la historia y a cada palabra pongo más atención a lo que dice esta mujer indígena. Olvidándome un poco de que llevo una semana con retraso, de que me he despertado porque no logro dormir con alguien hablando cerca y de que por la ventana hay una luz en el cielo que se mueve y desaparece.

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