Empiezo a escribir esta historia impulsada por lo que me provoca el disco de Joy Division sonando desde mi iTunes. Sí, el primero, el mítico. El de la portada de Peter Saville. Lo sé, suena cojonudo. Y sin embargo, ya no puedo escucharlo. Lo he intentado varias veces, pero desde hace meses ese disco sólo consigue hacerme llorar. Podría decir que me emociono con el arte, pero sería mentira. Odio este disco. Odio cómo el bajo se mete en mi pecho acoplándose con el ritmo de la ansiedad que siento estos días. Odio cómo mis pensamientos no saben adaptarse al compás. Se han vuelto arrítmicos. Van dando bandazos, como borrachos que se tambalean en mitad de la noche. No saben a dónde van pero tampoco les importa. Creen avanzar deprisa, pero lo único que hacen es dar vueltas sobre sí mismos. Pero sobretodo, odio el sonido de la batería al final del primer track, cómo intenta romper mi cabeza obligándome a gritar por encima de la música. Es un disco que suena a invierno, a mi invierno, a esta historia.

Para mí este año empieza en el cuarto de baño de la casa de Carlitos. Sólo había terminado ahí por casualidad, cuando mis colegas no querían aguantar más mi borrachera y me subieron a un taxi. La cena había sido buena, en casa de Jorge. Estábamos todos. Bueno, todos menos Álex. Hacía meses, casi un año, que se había ido a Londres. Pasó las Navidades en Valencia, pero no quiso verme. – Si no voy a poder hacerte lo que quiero, es mejor que no nos veamos-, es todo lo que me había dicho desde que supo que estaba saliendo con alguien. Así que era la primera nochevieja después de tres años que no la pasábamos juntos. Y sí, lo echaba de menos. Más de lo que nunca me ha dejado reconocerle. Pero esa es otra parte de la historia a la que ya llegaremos en otro momento.

Como decía, la cena había sido buena. La habíamos preparado entre todos. Caras nuevas y las de siempre. Lo que había sido lamentable era el vino y, ahora, todo a partes iguales, se acababa de ir por el retrete. Intentaba mantener los ojos abiertos, y apuntalada entre el wc y la pared oponía algo de resistencia a que Andro me cambiara la ropa. Llevaba un look de colegiala que no sé si pegaba mucho con la ocasión; yo no lo habría elegido, pero a él le gustaba y a mi eso me encantaba. Llevaba mi falda negra de tablas y el jersey que hacía unas horas me había regalado. Un jersey de rombos negro, blanco y rojo de Fred Perry que antes había sido suyo y que ahora pasaría a ser mi prenda preferida. Tenía mucho frío y mucho sueño. Es la peor borrachera que recuerdo. O mejor dicho, lo poco de lo que me he podido acordar, es de una borrachera horrible.

El recuerdo que tengo de ese rato que pasamos en el baño es bastante borroso e intermitente. Son todo imágenes inconexas, entrelazadas de forma débil y zigzagueante entre realidad y recreación. No sé en que punto convergen las de verdad con las que mi mente haya podido crear para salvar los saltos temporales que las lagunas del alcohol creaban esa noche. La Familia Poni estaba de testigo, de eso estoy segura. Para mí, todo ese tiempo que pasamos en el baño se hizo eterno, aunque como pasa en estos casos, seguramente no fueran más que un par de minutos. Sé -aunque he llegado a tener mis dudas- que Carlos entró en el baño. Yo estaba acaparando el váter en ese momento como mi único punto de apoyo para mantenerme erguida, pero no le importó, y después de darme un beso en la frente se puso a mear en la ducha. Creo que ese beso fue el primer contacto físico que tuvimos y, a decir verdad, hemos tenido muy pocos. Hacía apenas unas horas que habíamos estado hablando. Ésa, sí estoy segura, era la primera conversación directa que teníamos –ya sabéis… alcohol, fiesta y la mierda de propósitos de año nuevo que sólo cumples el primer día–. Le había dicho que me gustaría conocerlo más, que sentía ser tan tímida y callada y que me parecía un tío de puta madre. Cada vez estoy más convencida de que es una de esas personas que vale la pena conservar en tu vida para siempre. Aunque los dos sepamos esto el uno del otro, nuestras conversaciones aún hoy siguen siendo escasas. Los dos jugamos el papel de si ya se sabe, no hace falta que lo diga. No lo he dicho, pero espero que lo sepa. Nunca llegué a hablarle a Andrónico de esos mensajes que nos escribimos esa noche, minutos después de que sonaran las campanadas y con la escusa de felicitarnos el año nuevo. Siempre me ha dado vergüenza que los demás sepan que los aprecio, por qué no, que los quiero, a ellos y a sus colegas. Una más de mis enormes gilipolleces. Carlos me había contestado que le encantaba ver a Andro tan bien conmigo, tan tranquilo y centrado. Que molaba mucho lo que estaba haciendo por él. Yo no hacía nada. Simplemente no podía ser más feliz. Estaba en un momento cojonudo de mi vida. Empezaba a sentirme dentro de su círculo. Me sentía parte de esa pequeña familia que vivía en el Museo del Juguete. Y era mejor que cualquier cosa que me hubiera imaginado.

Recuerdo la primera vez que entré en esa pequeña casa abarrotada de Cardenal Benlloch. Hacía más de veinte años, antes incluso de que yo naciera, que la antigua Orbea de carretera de mi padre estaba prácticamente abandonada en el cobertizo de la terraza de mis abuelos en Ribarroja. Siempre me había gustado esa bici, siempre había dicho que quería restaurarla para mí, pero sin demasiado empeño. No hasta que supe que Andrónico tenía una pasión casi enfermiza por las bicis de carretera. Sin saber cómo, ya tenía la excusa perfecta. El punto en común para acercarme a él. Le mandé unas cuantas fotos, y haciéndome la tonta ya estaba él ofreciéndose para que la arregláramos juntos. Bueno, puede que yo forzara algo ese ofrecimiento por su parte. El caso es que fue ese día, a principios de agosto, en el verano de 2014, cuándo entré por primera vez en esa casa.

El recibidor me pareció estrecho y oscuro y lo primero que hizo él fue enseñarme un cuadro que había pintado. I love mum. Es uno de esos cuadros que no sabes si son feos o molan. Él siempre había querido ser negro y, cómo no, parecerse a Basquiat. Por aquel entonces cualquier chorrada que él hiciera o dijese a mí me gustaba. Justo debajo del cuadro, apoyadas en la pared, había tres bicis. Dos suyas y una de Carlos. Le pregunté por una cuarta bici, la que yo conocía. Una BH plateada y encintada en rojo con la que siempre venía a darnos clase en el máster. Me dijo que esa bicicleta la tenía en Madrid, en casa de su novia. Quise cambiar de tema enseguida.

Seguía callada, observando la casa. Había una puerta acristalada cerrada justo enfrente de mí, que intuí que sería una de las habitaciones. Lo que no me podía imaginar en esos momentos es que sería la habitación donde acabaríamos follando por primera vez, donde tendría mi primer orgasmo. Junto a esa puerta había un pequeño pasillo que hacía las funciones de distribuidor del baño, la cocina, la otra habitación y el salón. Pasamos directamente al salón, dónde dejé mi bici, boca abajo junto a un enorme sofá de polipiel verde oscuro en forma de L. Fue en el sofá, donde nos sentamos a tomar un café. Un cortado sin azúcar para mi; un café solo con azúcar y hielo para él. Estuvimos así hablando un rato. Yo removía nerviosa el café, sin saber cómo actuar ni qué decir, pensando en cómo me había atrevido a llegar hasta ahí, mientras él me hablaba de música, de arte, de caligrafía… Pronto se fue a la cocina a terminar de hacer la ensaladilla que estaba preparando para la Chuka, que iría a comer ese día. Yo me quedé sentada en el sofá, inquieta, mirando todo lo que tenía a mi alrededor y sin poder quitarle ojo a la estantería que tenía justo enfrente de mí. Sí, había muchos libros, algunos que he acabado leyendo y otros tantos que aún tengo a la espera. Pero también muñecos de acción de la saga X-Men, vinilos de Grace Jones y Divine, Playmobils, el Castillo de la Cenicienta, la reina Isabel y su hijo Charlie, Jesús y su Santa Madre, botes de pintura, pinceles, cajas de zapatillas con vete a saber qué; todo un inventario friki que no te podías acabar de un simple vistazo. Al mismo tiempo Take on me sonaba en el ordenador.

Dicen que la primera impresión es crucial para que una persona te guste. Que cinco segundos bastan para congeniar con alguien, para que exista algún tipo de atracción. Yo en ese momento ya me había enamorado de esa casa, de la que acabaría sintiendo mi casa, y de los que vivían en ella.

Mi año empezaba ahí, pasado el medio día, en esa habitación de puerta acristalada, con una resaca terrible intentando adivinar si había alguien en la casa y escuchando sólo silencio. El típico silencio de cuando la casa sólo está habitada por los restos de la fiesta de la noche anterior. En esos momentos llamaron al timbre, pero no me acerqué a abrir la puerta. Era tarde para mí, pero todavía era muy pronto para que volvieran del after, así que no eran ellos. Esperé unos minutos más en la cama. Volví a dormir. Volví a vomitar. Y cuando por fin pude levantarme fui a la cocina, comí uno de los pastelillos que había sobre la encimera, me vestí con su chándal gris de Nike y me fui a mi casa.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS