Cada día domingo íbamos a casa de los Abuelos. Teníamos un carro viejo, que parecía que andaba por su cuenta, sabía a donde llegar. El coche y yo, estábamos conformes con el viaje dominical. Yo, de tan solo 7 años, amaba aquel lugar. Al llegar me llenaban de besos y mimos.

En casa de mis Abuelos mis tíos también vivían, y yo disfrutaba de las concesiones de dulce y los centavos que atesoraba mientras ellos jugaban con la elasticidad de mi cara.

Eran felices los días festivos, no comíamos perdices, pero sí pollo, era mi favorito.

El abuelo me contaba historias, de tiempos lejanos, cuando era, según él, un montañero «bobito». Yo me reía, y puedo decir que fueron fascinantes, aunque las escuchara más de una vez durante mis visitas.

Pensé que la magia estaba en todos esos detalles, pero la magia real era básica: Una aventura semanal.

Eso lo comprobé un día de Octubre, cuando durmiendo en casa, en mi habitación y en mi propia cama desperté a mi primera pesadilla con los ojos abiertos.

Cuando abrí los ojos, mamá me miraba, como se puede mirar a un niño que a su edad seguro no va a entender lo que pasa y que ella sin saberlo tampoco hasta entonces no sabría como explicarlo.

Froté mis ojos, y me disponía a levantarme para prepararme para la escuela.

Mamá tenía lágrimas en sus ojos, y sus palabras brotaron una a una. » hoy no irás a la escuela».

A pesar de que debo confesar esa debió ser una buena noticia no pude alegrarme, porque a mi corta edad, entendí que por alguna razón que desconocía eso no era algo bueno.

Me senté, pasaron unos segundos, y mi mente por fin se concentró, y lo escuché. Era un sonido metálico, frío y olía a muerte. Y aunque yo no conocía la muerte de repente sí sabía a lo que olía.

«Mamá … ¿qué pasa?»….

Y entonces pasó de todo. Los malos se apoderaron de la zona, se revelaron contra la fuerza pública, querían poder a toda costa, destruyeron nuestros hogares, incluso los suyos, mataron a sus vecinos y a mis amigos, se llevaron a los jóvenes secuestrados para pelear guerras que no querían. Nos hicieron rehenes en nuestros propios hogares.

Durante semanas no fui a la escuela, mamá no me envió a la tienda, ni tampoco me obligaron a sacar la basura.

Hasta que el día del escape llegó. Mi mamá tomó nuestras cosas y salimos de casa. A ella le temblaban las manos, yo lo supe, porque ella intentaba taparme los ojos. No quería que yo viera lo que pasaba. Pero fue inevitable. Pesaba en el aire, la desdicha, la atrocidad, la violencia, el dolor y la muerte.

Llegamos a casa de los Abuelos, y todos salieron a recibirnos. Entre lágrimas y abrazos, tomaron nuestras maletas.

Esta vez no íbamos de visita, nos habían hecho abandonar nuestra casa y las cosas que amábamos.

La magia se había ido, o se había quedado en casa junto con la mitad de mis juguetes.

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