Me lo habían advertido: el dueño era un negrero. Nosotros no éramos negros; solo sudacas sin papeles trabajando en negro. Los nuevos negros del mercado.

Ese trabajo precario era temporal, hasta que me salieran los papeles. Con ese mantra me consolaba: el zulo compartido era temporal, el barrio inseguro era temporal. Como si los papeles de residencia por los que estaba luchando, también temporales pero con un airecillo a permanencia, fueran un pasaporte mágico a empleos dignos o pisos pasables.

Un negrero; lo había comprobado enseguida. El trabajo no terminaba nunca a su hora; comíamos en medio de la tarea, sin higiene; no podíamos interrumpir ni para ir al baño; cobrábamos tarde y en cuotas. Por eso no le duraban mucho los legales, y se había formado una especie de cadena: cuando uno se legalizaba, se iba a otro empleo mejor, y el tipo buscaba un nuevo sin papeles. Trataba de no hacernos coincidir en un mismo turno, a los ilegales. Había inspecciones, decía, y las instrucciones para esos casos eran clarísimas: que no os encuentren.

Yo creía que las famosas inspecciones serían excepcionales y que, en realidad, utilizaba la amenaza para tenernos dominados. Pero no. Cayó una a los tres días; yo ni siquiera sabía lo que había que hacer en esos casos. La encargada, que ya tenía experiencia, al verlos enfilar por el pasillo hacia nosotros enseguida me hizo señas de que me metiera en el mueble bajo la pileta. En efecto, estaba vacío, como preparado. Me agazapé con un brazo entre las piernas y el otro abrazando el caño oxidado y ahí quedé, enroscado como un mal contorsionista. Ellos ya estaban allí; por las rendijas de las puertas veía los enormes mocasines oscuros avanzando por el suelo. Tenía la cabeza doblada contra el pecho y el corazón me latía a ritmos alarmantes. Mis manos sudaban miedo, y el olor que sentía, mezclado con el de la lejía y la podredumbre del desagüe, era de mi propio pis, con horas de desecho acumuladas, tan fuerte que temí que alertara a los inspectores.

Traté de respirar más despacio y de tranquilizarme con razonamientos. Aunque me encontraran, no sería el fin del mundo. Me devolverían a mi país, que había dejado para escapar de las secuelas del menemismo: desempleo, inseguridad, falta de horizontes. Pero no de la guerra, de la hambruna, de la muerte, como otros inmigrantes más ilegales y más negros que yo. Después de un tiempo, lo intentaría de nuevo; me apuntaría a la uni desde allá, a un segundo ciclo, un par de años con residencia garantizada. Educación, después trabajar de profe.

O quizás no. Podría volver a vivir en una casa, con mi familia, mis amigos, con un empleo en negro también, pero sin tener que esconderme en cubículos fétidos como una rata cualquiera; en Argentina, lo más fácil que hay es coimear a un inspector laboral. Daba igual si el título de sociólogo me lo metía en el culo. Un trabajo en un restaurante, o ayudando a mi viejo con las mudanzas. Conocería a una buena chica, tendríamos hijos y construiríamos una casita arriba de la de mis viejos en Lanús.

Los inspectores se fueron justo cuando una náusea incontrolable me sacudió. Lo único que había junto a las cañerías era un cubo de basura con restos apestosos de pollo, que venían fermentando desde la mañana. Salí del mueble indigno, meado y vomitado, pero sano y salvo.

Un supersticioso, o alguien más razonable que yo, habría interpretado esto como advertencia. Yo soy escéptico y cabezón, y para mí era un desafío superado. Lo que no mata, fortalece. Y me quedé.

Y otra vez hubo sopa, para mí. En la misma cocina, mientras me daba prisa por limpiar pimientos medio podridos, que el negrero conseguía por monedas en la frutería del paqui, y picar las partes rescatables con una cuchilla filosa, para luego echarlas a la sartén con aceite hirviente y recalentado.

Y con lo podrido de los pimientos se me fue un trozo de yema. Con un pedacito de uña.

El rojo sangre bañó el rojo pimiento. Mi índice izquierdo, en alto, era rojo. Mi mano estaba roja y arroyos bermellones se deslizaban brazo abajo, en un silencio pesado. La sartén había dejado de gemir. Unos goterones morados cayeron en mi delantal blanco como una tormenta de verano imprevista y se expandieron rápidamente.

La cocinera pegó un grito, y el tiempo volvió a su velocidad habitual. Lo llevo yo, dijo el negrero, y lo vi agarrar él mismo el trapo de la cocina con furia contenida y echar al enorme cubo de los desperdicios orgánicos todo lo que había sobre la mesada; toda la montaña podrida de restos de pimientos. ―Ojito con decir nada― me largó como despedida al dejarme a media cuadra del CAP; ni siquiera del hospital. Llegué casi arrastrándome contra la pared, el brazo izquierdo y la venda ensangrentada en alto. Un niñito en la sala de espera gritó al verme, y rompió a llorar.

―¿Dónde está el pedacito?― fue lo primero que me preguntaron en Urgencias.―Te lo podemos pegar.

Estaría seguramente allí, en el cubo de la basura del restaurante, mezclado con los restos de pimientos y los de mi dignidad. Dije que no tenía idea.

El dedo fue recomponiéndose de a poco, tras meses de curaciones. Desde el lado de la uña, ya no se nota nada. Pero cuando muevo las manos al hablar y se me cruza el índice por los ojos, no puedo dejar de detenerme en esas líneas estiradas y escasas que se formaron cuando se regeneró la piel; las que me quedaron en lugar de esos patrones normales de líneas redondeadas que tiene todo el mundo.

El problema lo tuve unos meses después, cuando me salieron los papeles: al hacer las impresiones para las huellas dactilares, no se veía nada que pudiera identificarme. Solo esas líneas difusas, confusas.

Tuve que repetir la impresión varias veces, hasta que el funcionario decidió que ya eran huellas de persona.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS