Último día. Primero ella elige su canción de niña de cinco años y luego yo elijo la que sea. Escuchamos juntos, encerrados en la habitación de matrimonio, mientras comemos sopa y pescado en la mesa que al principio trajimos de la cocina. Meses atrás yo había propuesto deshacernos de esta mesa, pero mamá contestó “nunca se sabe”. Seis o siete canciones y la niña termina su último bocado, se pone de pie en la silla, salta a la cama. Yo, que debería parar eso, subo a mi silla, que cruje, y vuelo. Caigo encima y reímos.


Para comer bajamos el volumen, no queremos disgustar a mamá, que se enfade y tenga que entrar a decir “superprohibido”. Llevamos así desde que nació, mamá centrada en las cosas importantes y yo en las superprohibidas. No es blanco y negro, pero funciona, por ejemplo, aunque lleve quince días concentrado en lo importante, es la niña quien interrumpe «Un mundo ideal»: Papá, come más despacio, que te va a entrar hipo. Come más despacio.


Debería dejar de engañarme con que voy a sacar más tiempo para los niños.


Al otro lado de la pared, en el lado de los sanos, la vida ha seguido sin nosotros. Eso sí, parece más difícil. Nos damos cuenta porque oímos a mamá sacando los dientes de uno de la oreja de la otra, discutiendo con la oficina mientras suenan los dibujos, luchando con los dos en el cambio de pañal. O cuando cae algo al suelo y grita «¡mierda!».


Una mañana el niño cruzó la frontera. Aunque yo claramente no podía, quise abrazarlo. A ver si me pillas, cara de tortilla, dijo, y salió corriendo.


El tiempo. El eje de abscisas de la famosa curva. Al principio, semanas antes de que enfermásemos, cuando todavía vivían la madre de Oliver y la mujer de Antonio, solo estaba asustado. Entonces publiqué, para desahogarme, un texto contando cuánto me consolaba un relato que parodia una plaga de muerte en un colegio. Pronto lo quité. Aunque no conocía a nadie gravememte enfermo ya me sentía culpable por todo.


Dicen que no distingues sabores. Yo no distingo las palabras que caben de las que no.


Enciendo las noticias, las apago, las enciendo, el Presidente, qué suerte, seguro que otra vez puede contarme cómo me tengo que sentir, pero antes llama mi hermana, bien, que sale de guardia, pregunta ¿seguís mejor?, luego ella sí me explica la verdad de las UCIs, cuelgo, ya está el tipo de la otra bancada repasando las instrucciones para odiar correctamente al Presidente. Apago. 

También pasará, volveremos a hablar del futuro de los niños y de si no deberíamos salir fuera. ¿Francia? ¿Alemania? Mismo perro, distinto collar, que diría mi abuelo.


¿Qué te pasa? Nada, hija, duerme. A veces no sabemos lo que nos pasa, ¿verdad?


Yo dije por qué no tiramos la mesa de la cocina. Quien guarda, halla, que hubiera dicho él. Mi abuelo, que pasaba horas y horas en el cobertizo ordenando cosas que nunca volvería a usar: sacos, aperos de labranza, inyecciones para el ganado, manojos de cuerdas al aire peinadas como largas cabelleras. Yo no le entendía. Si necesitas algo lo compras y lo usas y lo tiras, el tiempo para leer, por ejemplo. Hoy no sé lo que entiendo y lo que no.


¿Dosificar los afectos? Dejamos de besarnos, pero las noches de más fiebre no me podía dormir sin tocarla.


Sabemos que es la hora del baño porque las paredes empiezan a retumbar. Es el vecino. Su himno. Jo, otra vez esa maldita canción, dice, pero yo quiero corregirla, esa canción es el himno de España. Intento hablarle de su país, de la importancia de los símbolos… qué sé yo, lo hago tan mal que me mira como a un árbol. A la ducha.


No debería creerme mejor que ellos, al tercer reclamo pico el móvil y aparece la lista de famosos que han muerto.


Una noche dieron la historia de unos ecuatorianos que también tenían tres niños pequeños. Vivían aquí, en Madrid, en un piso minúsculo, apenas como esta habitación. De alquiler, sin ahorros, desde ahora los dos sin trabajo, preguntaban dónde ir en caso de contagio.


Nos gusta hacer puzles. Las piezas encajan. Nos reconfortamos. 


Anoche, mamá vino con noticias de la empresa donde trabajamos. Con los aviones parados por medio mundo, el futuro de la compañía que los fabrica es incierto. Me informó que ya están negociando el plan de reducción de empleo. ¿Estás asustado? Lo primero fue pensar que también me gusta con mascarilla. Segundo, cuándo dormiremos juntos. Luego recordé a los ecuatorianos. Claro que no, dije, aunque fuera mentira, y luego dije que ella tampoco debía asustarse porque el valor se le sale hasta por las orejas.


Hija, deja de tocarte el pelo de una vez. Y tú deja de mirar el móvil.


Siempre me he burlado de esas orejas que son también las orejas de los niños que ahora encima no dejan de estirarse cuando esperan a su abuelo. La niña me pide el móvil y le envía un corazón, su abuelo contesta rápido: pronto iremos al pueblo y jugaréis en el patio y os sacaré caramelos de las orejas. ¿Te apetece? Pues claro.


Emigrar, sí, pero ¿dónde? Leí algo… hacia un nosotros mejor.


Recogemos el unicornio, los cuentos, la pequeña ropa,  los lápices de colores. Limpiamos. Nos sentimos tristes. Papá, ¿se lo vamos a contar a mamá? ¿El qué? Pues lo de las canciones, las pelis, todo… Pues claro que no.


Un nosotros mejor, sí, tres palabras, pero ¿cómo?. Supongo que no con muchos aviones, fatigados, de nuevo su rastro blanco manchando el cielo azul. Una niña señala uno con el dedo y su cuidadora le enseña a decirlo, avión. Sus padres, mientras, vuelven al trabajo, agradecidos y felices. La pequeña solo quiere que le muestren el mundo, sin embargo ellos trabajan duro, ahorran, invierten en fondos, solo quieren que tenga las mejores oportunidades, por eso también la educan para ocupar su puesto en el mismo ecosistema.

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