La niña de tirabuzones

La niña de tirabuzones

Recuerdo aquella tarde de un sábado de agosto con la misma intensidad que si fuese hoy mismo. El cielo pintaba un gris plomizo y el aire era cálido y pegajoso. Mi madre Felisa ya había salido de cuentas y tenía fuertes dolores. Estuvo toda la mañana recostada en la cama. Mi padre, Augusto, había salido temprano a segar. Este estaba tan contento, que se le notaba un brillo especial en los ojos y con esa sonrisa contagiosa que proyectaba, a la que no nos tenía muy acostumbrados, nos hacía pasar unas veladas deliciosas por las noches. Aunque en su rostro se adivinaba el cansancio del duro trabajo y el calor sofocante propio del verano siempre nos leía cuentos a los más pequeños e historias de aventuras a los mayores, antes de acostarnos. Mis hermanos Mario, Isabel, Alfredo y yo lo vivíamos tan intensamente. Yo por entonces tenía cinco años y ellos dieciséis, quince y diez respectivamente.

Mi abuela se pasó toda la tarde al lado de mi madre. Cada vez se sentía peor. Llamaron al médico del pueblo, pues no se presagiaba nada bueno. Tenía fiebre y los dolores iban en aumento. Mi hermano Alfredo y yo estábamos jugando a las canicas en la puerta de la calle. Entonces vimos a un hombre muy serio con un maletín negro que se dirigía hacia nuestra casa. Golpeó al llamador y entró. Nosotros entramos rápidamente detrás de él. Mi padre estaba en la habitación con mi abuela y tras entrar el médico se cerró la puerta.

—¿Qué están haciendo?—pregunté a mis hermano Mario sin entender que pasaba.

—Vamos a tener otro hermanito—me contestó Isabel sentándome en su regazo—dice mamá que se llamará Marina, como la abuela, si es niña, y si es niño Jorge.

—Yo quiero que sea niña, como nosotras—dije abrazando a mi hermana.

—Yo también—contestó susurrándome al oído—. La abuela, que es un poco bruja, dice que será una niña sana y muy guapa, como tú.

Pero lo que nunca había presagiado mi abuela, o nunca lo contó al menos, fue el triste final que esperaba a mi madre aquel día. Oímos unos fuertes gritos tras la puerta y después un llanto de bebé. Mi madre, tras esperar más de una hora, o dos, no lo sé, por fin había dado a luz.

Entonces se abrió la puerta de la habitación y mi padre apareció con lágrimas en los ojos y una mueca de dolor que nunca olvidaré.

—Mamá ha muerto—lleno de tristeza se dejó caer en la silla y se cubrió la cara con las manos. Todos corrimos hacia papá, que lloraba desolado y le abrazamos fuertemente.

A partir de entonces, la abuela se vino a vivir a nuestra casa, ejerciendo la función de madre. Mi padre había cambiado desde entonces, se le había agriado el carácter. Mi hermano mayor ayudaba a mi padre en las tareas del campo e Isabel se ocupaba con mi abuela de la casa.

Marinita, la pequeña, mientras tanto, crecía sana y feliz, como había vaticinado mi abuela, con su pelo negro ensortijado y sus mofletes colorados y piernas regordetas. Era muy pequeña y estaba ajena al dolor de la pérdida de una madre, pues ya nos encargábamos todos de darle cariño y todo lo que necesitaba. Mi abuela decía que, a pesar de aquella fatalidad, había nacido con un ángel que siempre le acompañaría, y que eso nos haría bien a todos.

En la familia decían que había heredado ese don especial, que también poseía la abuela, de adivinar ciertas cosas, aunque ella no se diera cuenta…

Cuando Marinita tenía diez años me contó un sueño. Soñó que un enmascarado le atacaba en el bosque, que todo estaba muy oscuro, y le hacía llorar. Ella estaba muy asustada cuando me lo contaba. Las palabras que arrojaba eran como pus expulsada de una herida. No logré arrancarle el miedo del corazón, pero con el tiempo sé que logró olvidarlo poco a poco.

Las ronchas de las piernas de niña y sus mejillas abultadas se fueron convirtiendo con el paso de los años en una figura estilizada y un rostro agraciado. Conservaba sus ojos negros vivarachos, llenos de luz y sus rizos de azabache, que aunque estaban alborotados, le aportaban una gracia fuera de lo común.

A sus 18 años tuvo su primer novio. Ella se perfumaba con una fragancia de olor dulzón que inundaba la casa y se daba carmín en los labios, todo ello acompañado de sus mejores vestidos. Se iba a bailar con él los sábados que había música en un salón del pueblo.

Un día llegó más tarde de lo habitual. Todos estaban dormidos y yo miraba por la ventana, pensando que se estaba divirtiendo, nada más. Al rato apareció Marina en la habitación. Cuando encendí la luz, se arrojó a mis brazos llorando. Invadida por la rabia y la tristeza latente me contó, con palabras entrecortadas, que su novio le había pegado. Se había prohibido llorar, pero no lo consiguió. No contamos a nadie lo sucedido. La melancolía le invadió y su risa se vio sepultada por una expresión más taciturna y reservada que mantuvo perpetua durante mucho tiempo. Todos lo percibieron.

Dos años más tarde, Marina iba a dar a luz. Se había casado con un amigo de la infancia. El cielo pintaba un gris plomizo y el aire era cálido y pegajoso aquella tarde del mes de agosto. Los dolores iban en aumento.

—Si es niña se llamará Felisa, como la abuela, y si es niño Álvaro—le contaba yo a mi hija.

En la sala de espera estábamos todos los hermanos, con los niños, y padre, proyectando sonrisas nerviosas, ansiosos por tener buenas noticias.

Una hora después el médico nos anunció que todo había salido a la perfección; madre e hija estaban bien.

Unos meses más tarde el ex de Marina murió en un accidente de coche.

Felisa heredó los mismos ojos negros vivarachos y brillantes, con los alocados tirabuzones que recordaban a su madre.

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