Empiezo esta historia en la época en la que mi primera esposa estaba empeñada en tener un perro. Yo no quería, por la atención que necesitan, pero finalmente me dijo que una pareja tenía una perrita a la que no querían por necia. Tenía tres meses y era una Bullterrier. Esos perros me parecen hermosos, son fuertes, tranquilos y tienen una mirada interrogante; y a los tres meses ¡que perro no es necio! Accedí y la trajeron al local de mi anterior esposa. La perrita entró con la cabeza baja, como si la hubieran regañado, y se vino directa a mí y apoyo su cabeza gacha en mis piernas. Me dio pena y la acaricié para que se tranquilizara.

A los días ya estaba contenta con nosotros. Yo vivía en una casa en la montaña, la perra podía correr y explorar todo lo que quisiera y eso hacía. Era fuerte y vital así que eso lo relacioné con aquellas míticas criaturas nórdicas y se ganó el nombre de Valkiria.

Valkiria nos acompañaba a todas partes; Nos bañamos en el mar, paseamos por ciudades, subimos a cumbres nevadas. Pero como en un cuento de Allan Poe todo empezó a cambiar.

Había cumplido los tres años cuando enfermó. Vomitaba y estaba sin ánimo. La llevé a muchos veterinarios pero nadie sabía que le pasaba. Finalmente uno me volvió a llamar y me dijo que albergaba una sospecha, pero que quería hacerle nuevos análisis. Tras estos me dio los resultados. Valkiria tenía el mal de Addison. Es una enfermedad rara que hace que la glándula adrenal no produzca corticoides. Por “suerte” es una enfermedad humana y la medicación se encuentra en las farmacias. Pero me advirtieron que no sabían cuánto viviría, pero no sería mucho.

Al año mi esposa y yo nos separamos. Ella se llevó a Valkiria, al gato y sus dos hijos. Se fue un viernes pero el lunes apareció por casa. Salí a ver qué ocurría, ella abrió la puerta del coche y salió Valkiria. Anduvo de nuevo con la cabeza baja pero no se paró a saludarme, simplemente pasó de largo y se metió en casa. Me explicó que se había pasado el fin de semana bajo la cama y que no salió ni para comer. No había problema, podía quedarse conmigo. Nos despedimos, entré en casa y en el sofá estaba Valkiria moviendo la cola como pidiéndome que no se tuviera que ir.

Nos hicimos inseparables y durante unos años lo hicimos todo juntos; dormir, jugar, viajar… Incluso cuando inicié una relación sentimental a través de Internet, ella también estaba atenta a Skype y se sentaba a mirar a y escuchar a mi nueva novia. Seguimos disfrutando de la vida. De esa vida que día a día se iba escapando de Valkiria. Sus vómitos eran cada vez más frecuentes, su estómago le ardía, sus fuerzas se agotaban y la melancolía reinaba en sus ojos. La tristeza y la impotencia lo hacían en mi corazón.

Una fría tarde de invierno llegué a casa. Eran las siete de una oscura tarde de invierno. Valkiria había vomitado por todas las habitaciones. La busqué desesperado, la encontré tumbada en el baño, sin alientos. La cogí y la llevé al sofá, busqué en mi mesita de noche una inyección que tenía guardada por si ella entraba en Shock a causa de la enfermedad. Se la apliqué en la pata trasera de forma intramuscular. La tapé con una manta y me quedé a su lado. Ella parecía dormir aunque en un sueño agitado. Fueron pasando los minutos y su respiración se hizo más relajada, había entrado en calor y se encontraba mejor. Yo la acariciaba y en un momento, abrió los ojos y me miró. Se la veía tranquila y eso me relajó. Sonó Skype y levantó las orejas. Le dije que no se levantara y fui a contestar. Era mi novia, le conté lo que pasaba y le dije que quería estar con Valkiria. Trasladé el computador a la sala. Desde la mesita baja de cristal Edna, mi novia, hablaba a Valkiria, yo aproveché para encender el fuego de la chimenea. Edna me aconsejó darle algo de comer, pero a mí se me antojaba imposible que Valki quisiera comer nada. Finalmente me convenció para darle algo de suero. Buscó en Internet como preparar un suero fisiológico casero y me dictó las instrucciones mientras yo lo preparaba. En el botiquín tenía una jeringa grande y la llené. Puse a valki entre mis brazos como si fuera un bebé y me dispuse a darle de beber el suero. Pero ella se negaba. Cerraba la boca con fuerza y si conseguía introducir el canuto plástico entre los dientes, ella movía la cabeza y se lo sacaba. Pensé en algo que la relajara, que desviara su atención y se me ocurrió ponerle música.

Le puse este vídeo y aunque sus orejas indicaban que estaba atenta a la canción, no sé relajaba. No sé por qué, pero me puse a silbar la melodía. Valkiria, entre mis brazos, alzo su mirada hacia mí, se relajó y dejó que le pasara la punta de la jeringa entre los dientes. Así, repitiendo una y otra vez el vídeo, silbando la melodía y ella con sus ojos fijos en mí, se fue tomando todo el suero. Después hablé un buen rato con Edna y finalmente rendido por el cansancio y las emociones pasadas, decidí que era hora de irse a dormir. Me despedí de Edna, apagué el computador y llevé a Valkiria, ya dormida, a la cama. La tapé bien y yo me acosté a su lado. Suspiramos ambos al unísono y nos dormimos plácidamente.

Esa fue la última noche que pasamos juntos.

Ahora, años después, sigo llevando su nombre conmigo y recordando lo mucho que aprendí de ella sobre tolerancia y amor incondicional.

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