Cierro los ojos y lo veo, me veo en un lujoso asiento tapizado, observando el fino techo decorado y la madera de teca. Familiares y amigos agitan las manos en señal de la inminente despedida. París, otoño de 1950, estación de Lyon. Allí estoy yo, una privilegiada preparada para un fascinante viaje. Un silbato y, de pronto, las compuertas del tren se cierran, se activan luces y sonidos, el vapor sale y con todo su esplendor se pone en marcha el tren de los sueños, el imponente Orient Express.

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