Odisea hacia el Empíreo.

Odisea hacia el Empíreo.

El bajel llevaba perdido por el espacio exterior tanto tiempo que ni sus computadoras podían contarlo. El paso de las eras había hecho estragos en la nave, tanto en la carcasa como en la estructura interna: perforaciones del casco por impactos de micro-meteoros; paneles solares ennegrecidos a causa de la exposición a la luz de innumerables estrellas. La falta de reparaciones y recambios tenían inutilizado el setenta por ciento del vehículo espacial; aun así, a pesar de tantos desperfectos, la tripulación seguía presumiblemente viva, en estado de hibernación, mientras el vehículo se mantenía a la deriva hacia un destino desconocido.

La misión del artefacto espacial no era la exploración de nuevas vías estelares o civilizaciones; tampoco la defensa de ningún planeta o sistema solar. Había sido fletada hacia el frío exterior por la simple desesperación, para alcanzar el viso o la voz de algún ser todopoderoso, tal vez responsable del ocaso del mundo conocido, que accediera a rendirle cuentas a la humanidad. Los hijos del hombre querían encontrarse un dios, garante de alguna suerte de principio de razón suficiente, antes de desfallecer en un último hálito final. El objetivo de esta odisea, sin duda, era una teodicea.

Desde el comienzo de su misión, incontables eones atrás, el computador cuántico de la nave había estado permutando las letras que componían todos los libros sagrados del misticismo judío, la filosofía occidental, el pensamiento oriental y la literatura universal, en un intento de descifrar el mensaje divino que en ellos debía encontrarse encriptado. En resumidas cuentas, la inteligencia artificial del bajel estelar era cabalística, razón por la que el mismo computador había decidido llamarse tanto a sí mismo como a la estructura física de la nave “Abulafia”, como aquel sabio viajero nacido en Zaragoza, autor de métodos y guías que prometían un camino místico hacia la divinidad.

Mientras el bajel, escapado de los últimos días de la Tierra, realizaba su periplo por constelaciones y emanaciones del Divino, su tripulación permanecía inalterada en un sueño criogénico, programado para terminar en el momento en el que la máquina lograse la totalidad de las posibles permutaciones de todas los capítulos, párrafos, frases y palabras de la tradición escrita universal; una hazaña que estaba tardando eones en completarse. Alguna de esas permutaciones sería la correcta porque el sentido del mundo, y por lo tanto el auténtico nombre de Dios, debía estar cifrado en los veintidós caracteres del alfabeto hebreo, aquél en el que había sido transliterada toda esa colección de textos para la tarea a realizar; Abulafia era, más que un artefacto material, un proyectil metafísico que surcaba el espacio exterior con la pretensión de hendir el espacio-tiempo, trascenderlo, en un acto ilícito de pura razón.

En algún no lugar, en ningún determinado espacio y tiempo, alcanzaron el infinito, un punto en el que las contradicciones se han superado, de manera que hasta dos rectas paralelas pueden llegar a encontrarse; de la misma manera Abulafia, finita y contingente, alcanzó el límite exterior del universo, eterno y necesario, a la vez que el complejo algoritmo que sumaba, restaba y multiplicaba las cifras del saber humanístico, había dado como resultado unos enigmáticos caracteres: “A-S-T-A-R-O-T-H”.

Los nueve tripulantes de la Abulafia despertaron entre vapores, vómitos y estertores. Al contemplar la bóveda acristalada del puente de mando desearon haber dormido para siempre. El Empíreo, aquel noveno cielo prometido, no guardaba la dicha del rostro de Dios, sino la ausencia de todo ente, de toda cosa, e incluso, de todo vacío. Habían alcanzado los límites del cosmos y lo que se encontraba más allá de él no podía ser expresado con sentido en alfabeto, semántica, ni juego lingüístico alguno. La estructura aritmética que se presuponía en el sistema criptográfico del universo se disolvía frente a la experiencia extática del Ser.

La visión directa de lo indisponible enloqueció a los nueve tripulantes de la Abulafia. Se arrancaron los ojos los unos a los otros y se arrojaron a lo otro del cosmos, para ser engullidos por el ASTAROTH y así formar parte del ojo que no puede ser visto, del punto que sostiene sin sostén alguno y del motor que mueve sin ser movido.

Abulafia yace ahora, en el límite entre el ente y la nada, arrullada por la contemplación directa del abismo; erigida como un templo vacío por los seres humanos que quisieron contener en ella el nombre y el sentido del Dios.

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