Novelas al corazón quebrado

Novelas al corazón quebrado

Como todas las mañanas de lunes Polonia Sarmiento, camarera del siútico restorán “Cherries” de San Antonio, se despertó temprano a eso de las seis treinta. Ese era un día especial pues el curso de su niño se iría de paseo al campo, en Lo Abarca. La idea de dejar solo a su hijo por algunos días no le gustaba mucho, pero sabía que el crecimiento de los hijos impone ciertos sufrimientos a los padres, de los cuales ni el más diestro puede librarse. Miró atentamente su móvil, revisó sus mensajes y luego lo volvió a depositar sobre el improvisado cajón de tomates que funcionaba como mesa de noche. En sus ojos tuvo un brillo de nostalgia al leer cada uno de los mensajes, suspiró, cerró sus párpados y recordó al hombre que desde hacía un par de semanas le producía una leve vibración en la boca del estómago. Volvió a abrirlos y al percatarse de que aún era temprano, se olvidó de todo y tomó el libro que yacía en el suelo junto a su cama. Lo abrió justo donde estaba el marcador que había dejado desde la noche anterior y leyó en voz alta: “Ella descubrió con gran deleite que uno no ama a sus hijos porque son hijos de uno sino por la amistad que se formó mientras los criaba”. Le pareció una frase espléndida y verdadera, que solo aquellos que son padres pueden entender y que ella creía concebir a cabalidad, pues Antonio, su hijo, había hecho la transición desde un tímido niño a un pre adolescente decidido que ahora era su amigo y, en algunos casos no exentos de algo de vergüenza, su confidente. La cita pertenecía al libro “El amor en tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez, edición de 2002, uno de sus libros favoritos. La sola idea de que el amor puede perdurar en el tiempo, la embriagaba, la emocionaba hasta los tuétanos. Pensaba en Florentino Ariza, el protagonista de la historia, imaginándose frente a él en un barco por el río Magdalena mientras leía las cartas de amor que su enamorado le escribió en todo el tiempo que no estuvieron juntos. Pensaba en que ella le hubiera perdonado todas las veces en que él se acostó con más de seiscientas veinte mujeres a pesar de la promesa de que se guardaría virgen. Imaginaba que al igual que Fermina Daza, ella estaba casada con un hombre al cual no amaba y que de alguna forma le había hecho hipotecar los mejores años de su vida. Su marido no era Juvenal Urbino, el médico casado con Fermina, sino la soledad misma. Polonia seguía soltera pero la soledad, que a veces le representaba los fracasos más dolorosos y las desilusiones más profundas, era su marido. A veces se identificaba, reflexionaba, como la mujer sentada junto al pozo de agua en Samaria; aquella mujer que en el diálogo bíblico le dio a beber agua a Jesús después que éste le hiciera un par de preguntas. Ante la respuesta: “No tengo marido”, el Maestro replicó que bien había respondido porque cinco maridos tuvo en el pasado y el hombre que ahora estaba con ella no era tal. En sus treinta y tres años, Polonia había tenido muchos hombres que se aprovecharon de ella por su ingenuidad y por su pasión, que le hacían dar todo a pesar de no recibir nada de ninguno, incluso, ni del padre de su hijo; fundamental contradicción para una lectora compulsiva que muchas veces era la protagonista de las novelas más tristes, pensaba.

“El amor en tiempos del cólera” era uno de sus libros fundamentales: lo atesoraba, lo guardaba en un lugar especial del estante entre más de cien volúmenes, todos de temáticas afines, de amor, de reencuentro, libros que la hacían llorar porque la obligaban a mirarse hacia adentro, hacia sus errores, hacia sus ausencias, volcarse a sus miserias, hacia su sentimiento de abandono. Otros la hacían reír, la consolaban y la abrazaban, la acompañaban, le volvían la fe en el amor y en las promesas que brotan desde labios de hombres. Cada uno de ellos representaba algo en su corazón: algunos eran obsequios o comprados en ferias del libro usado; unos los había rescatado desde unas cajas mohosas apiladas en casa de su madre y otros, simplemente, los había hurtado. Así se hizo de algunos libros cuando trabajó de bibliotecaria en un colegio particular, otros cuando estudiaba en la universidad o paseaba por las librerías de Santiago y Viña del Mar. Por más que había pasado el tiempo aún le ruborizaba recordar sus actos; luego se aquietaba pensando que los libros son bienes preciados que no todos valoran y que la mayoría de los ejemplares sustraídos desde la biblioteca escolar eran copias abandonadas que los estudiantes ni siquiera sabían de su existencia. En la Biblioteca, al terminar la jornada, solía sentarse frente al ventanal que daba al río Maipo y leía los casos de Hércules Poirot, las desventuras de Ana Frank, sobre los códigos de la mafia de inmigrantes italianos en “El Padrino” de Mario Puzzo, e incluso leía sobre los caminos de redención que condujeron a Jean Valjean al arrepentimiento y la expiación, en la magistral obra de Víctor Hugo. Muchos de esos libros habían sido traspasados hasta su biblioteca personal. Polonia era una lectora compulsiva pudiendo leer de a tres o cuatro libros a la vez. Al dormir y al despertar leía el mismo libro que dejaba junto a su cama. En su diminuto comedor tenía sobre una pequeña mesa junto al sillón otros libros que solía frecuentar después del almuerzo. En esa posición de descanso estaba leyendo “Francisca, yo te amo” del escritor chileno José Luís Rosasco, novena edición de 1995. La obra versa sobre un amor adolescente entre una equilibrista de circo, Francisca, y un joven capitalino llamado Álex. Aunque Polonia era una infatigable lectora de novelas de amor, el libro le pareció una tortura, haciéndole recordar sus peores años de Liceo. Los amores imposibles la hacían llorar y perder la esperanza de encontrar su propio amor verdadero. Además, crítica como todo ávido lector debiera de serlo, encontraba que el texto no era la gran maravilla estilística y que de alguna forma la obra máxima de Rosasco, si es que se le pudiera dar ese título, era “Dónde estás, Constanza”; en el fondo de sus memorias recordaba que un profesor de Historia que conoció en el Liceo, lector compulsivo y detallista como ella, al verla, durante un recreo, sumergida en la novela de amor adolescente, le dijo que toda la producción de Rosasco había sido considerada como lectura obligatoria durante la dictadura. De alguna forma ese comentario le restaba mérito a la obra del autor chileno hijo de inmigrantes italianos, pero a ella le gustaba leer de vez en cuando el texto solo para recordarse lo doloroso que puede ser el amar cuando se es vulnerable. El profesor le dijo, además, que mejor se leyera a los clásicos sudamericanos como Borges, Cortázar, García Márquez, Carpentier o Vargas Llosa, incluso que eran mejores los poemas infames de Gabriela Mistral, esos que no hablan de los piececitos de niño sino de reivindicaciones sociales, educación y feminismo. Recordó haberse sentido invadida y violentada por tal comentario contra sus lecturas, por lo que solo asintió tímidamente con la cabeza y esperó a que el extraño profesor diera la vuelta y volviera al escondrijo del cual había salido.

Polonia siempre llevaba en su bolso algún ejemplar que le produjera satisfacción, sobre todo pensando en las extensas jornadas de trabajo durante cada verano, donde el cansancio añadía mayor tensión al ambiente laboral. El libro que ahora llevaba para las jornadas de la semana era “Orgullo y Prejuicio” de Jane Austen. Esa obra había llegado a su vida de forma fortuita, específicamente como su regalo de cumpleaños número treinta, casi de la misma forma en que Fitzwilliam Darcy irrumpió en la vida de Elizabeth Bennet, pensaba. Polonia Sarmiento suspiraba por el señor Darcy, o por su arquetipo, y la mayoría de los días se sentía como Elizabeth, digna o al menos a la altura de tener un amor verdadero. Otras ocasiones, en que su pasado la perseguía, se identificaba más con Lydia, la hermana menor de Elizabeth y que en la novela era perfilada como casquivana, coqueta y rebelde. Es que Polonia sentía que había perdido valiosos años en fiestas y parrandas. Eran esos días en que la pena la abrazaba, la embargaba y le traía dolorosos recuerdos de adolescencia. Como la primera vez que dio a luz, porque Antonio no era su único hijo; el único vivo, sí, porque cuando Polonia tuvo diecisiete años fue madre por primera vez de un niño que solo vivió tres días. Ese hijo lo concibió con el amor de su vida en ese entonces, un hombre desconocido de quien no se supo nombre, procedencia o familia, solo que existió en la vida de ella, que fue real, que la amó -o al menos eso decía-, que la abrazó con ternura y que juntos hicieron un niño que no soportó el dolor de su madre al sentir, durante su embarazo, el rechazo de sus hipócritas compañeras que la apuntaban con el dedo solo por el hecho de que su pecado era evidente y no había quedado en el plano de la privacidad, como con todas las demás. No soportó, tampoco, el dedo inquisidor de su familia que la acusaba de libertina, de que abría las piernas fácilmente y de que así no iba a llegar muy lejos, de que no imaginaba en que ahora estaría en la sobremesa de todos. Ese niño que solo vivió tres días no soportó el dedo inquisidor de su abuelo cuando llamaba “puta” a su madre o cuando no le dirigía la palabra. No fue suficiente el amor de su tío, hermano de su madre, cuando lo consolaba por intermedio de la panza; tampoco la tibieza culpable de su abuela: “es que los azares del amor son así”, como decía cada vez que el padre de Polonia se encolerizaba contra ella. No fue suficiente.

Polonia vivía con un dolor que no cesaba, con un vacío que no podía ser llenado con nada, con ningún amor, ningún trabajo, ningún libro de amor. Ese valle por el cual atravesó le hizo transformar de manera radical. Nunca más salió de fiestas, nunca más discutió una orden de su padre, que mostraba un ladino y cobarde arrepentimiento por el trato dado a su hija; nunca más coqueteó con nadie, ni nunca más volvió a amar. Al menos por un par de años. Pero que no volviera a amar no significó que no creyera en el amor verdadero. Su primer amor en esos años fueron los libros; se encerró en ellos, construyó su mundo a partir de las tramas que leía, sanaron su corazón, consumía novelas de manera omnívora. No le importaba el autor ni la extensión, solo leía y leía. Leía a Whitman, a Baudelaire, a Mistral, a Borges, a Lihn, a Cicerón y Marco Aurelio, también a Nicanor Parra, de quien hurtó “Poemas y Antipoemas” desde la librería Crisis en Valparaíso. El poema (o antipoema que es poesía en su más puro estado, igual) “Defensa del árbol” le inquietaba profundamente cuando Nicanor decía: “Por qué te entregas a esa piedra / Niño de ojos almendrados / Con el impuro pensamiento / De derramarla contra el árbol. / Quien no hace nunca daño a nadie / No se merece tan mal trato. / Ya sea sauce pensativo / Ya melancólico naranjo / Debe ser siempre por el hombre / Bien distinguido y respetado /”. Cual melancólico naranjo, extrañaba a su hijo de ojos almendrados. A menudo pensaba en que nadie merecía ser maltratado, recordaba siempre a aquel niño que no creció, pensaba en que solo pudo verlo por tres días y que el dolor de esa separación aún le pesaba hondamente. Pero también creía que, pese a todo el dolor, los libros la seguirían salvando.

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