El día que el cielo sonrió

El día que el cielo sonrió

Andrea Escolar

04/05/2017

Las cosas habían cambiado radicalmente en su vida desde ese accidente a finales de abril en el que perdió a su hermano, de doce años, y a su madre. Desde entonces vivía con su hermana de nueve años y su padre. Su hermano mayor se había ido a acabar la carrera fuera del país y ella se había quedado sin sus mayores apoyos.

Estaba sola en casa, como todas las mañanas. Al levantarse había encontrado una nota en la que su padre repetía, una vez más, que se iba de la ciudad durante un mes por trabajo. Su hermana estaba en clase así que le daría la noticia cuando la fuese a buscar.

Todos seguían con su vida menos ella. Había decidido tomarse un año libre de la universidad para dedicarse a esa niñita que no entendía por qué su mamá nunca volvería a arroparla y por qué no volvería a discutir con su hermano por la peli que ver los viernes por la noche.

Ese día no le apetecía ir a correr al parque así que se preparó un bol de cereales con fruta y su taza de English Breakfast, su té negro preferido. Encendió el ordenador, seleccionó We don’t have to dance de Andy Black y subió el volumen al máximo. Eso es algo a lo que no había renunciado, su pasión por la música, y mucho menos a la suya.

Cogió el primer libro de su saga preferida de la estantería y se sumergió en la vida de ese niño moreno con gafas y una cicatriz en forma de rayo. Hacía meses que no veía la tele y desde entonces la vida de Claudia se basaba en devorar libros tanto de fantasía como de historias de amor.

Cuando acabó de desayunar se fue a dar una ducha antes de salir al cementerio, como cada mañana desde ese día 26 de abril. El agua caliente la calmaba mientras se lavaba su larga melena con ese champú que había encontrado con olor a melocotón.

Al salir de la ducha se vistió con unos pantalones largos de tiro alto negros. Se puso los botines del mismo color que su madre le regaló hace un año y una camiseta de tirantes también negra. Se miró al espejo para maquillarse y volvió a sorprenderse de lo cambiada que estaba.

Después de dos meses había perdido bastante peso, algo que no le disgustaba pero tampoco la hacía tan feliz como le hubiese hecho tiempo atrás. Su pelo, que antes tenía el color del chocolate, ahora era de un color rojo oscuro que a veces parecía granate. En sus piernas, tobillos, muñecas, brazos y espalda se podían ver los tatuajes que había decidido hacerse después del accidente, cuando ya no existía ningún pacto porque su madre la había dejado. Sabía que no era culpa suya pero no podía dejar de estar enfadada con ella por abandonarla.

Cuando fue a pintarse los labios volvió a reparar en el aro que ahora tenía en medio de su labio inferior y aquél otro en su nariz. Sonrió al pensar lo que diría su madre si la viese ahora mismo. Se pintó los ojos de negro, como siempre, y se dio cuenta que sus ojos eran lo único que no habían cambiado. Seguían siendo de un marrón tan oscuro que a veces parecían negros y vio que esos ojos eran lo único que reflejaban a la Claudia que era, la misma que se había dedicado a cambiar radicalmente para demostrar que su vida continuaba, que no necesitaba ni el apoyo ni los consejos de nadie, para esconder que se sentía como una niña en un mundo, que sin su madre y sin su hermano, se le había quedado demasiado grande.

Cogió el bolso y lo llenó con el móvil, el ipod, los auriculares y el monedero, después de comprobar que tenía dinero para comprar aquello. Sacó el casco y la cazadora del armario. Salió de casa y se subió a la Vespa verde, pasó por una floristería y una tienda de libros y se fue directa al cementerio.

Cuando llegó, aparcó la moto al lado de la puerta y entró. Encontrar el lugar donde su familia estaba no le fue difícil. Sacó una orquídea recién cortada de una bolsa, la puso en el jarrón que había adornando el lado de su madre y sonrió. Después se sentó delante de las dos tumbas.

– Buenos días a los dos, siento haber tardado pero hoy el tráfico era horrible- Con una sonrisa en la cara, añadió- Tranquila mamá, he ido con cuidado.

Miró las fotos que habían escogido para que le dieran un poco de vida a esas dos grandes piedras que ahora eran su único contacto con ellos y recordó cuanto le gustaba la foto en la que salían los cinco. Sus tres hermanos, su madre y ella. Sus padres se habían divorciado hacía tiempo y desde entonces nunca pasaban mucho tiempo con él así que no era de extrañar que no apareciese en las fotos.

Los ojos se le llenaron de lágrimas pero siguió sonriendo, esta vez mirando la foto de Roger, su hermano pequeño.

-No sabes lo que he encontrado en tu tienda de libros preferida enano. Ha salido ya el libro de Zelda que tanto querías- Abrió la bolsa por segunda vez y sacó un libro grande con las tapas verdes y las letras doradas- He pensado que podríamos mirarlo juntos.

Cuando volvió a mirar la foto de los cinco no pudo evitar llorar. Esa foto la hicieron cuatro días antes del accidente. Carlos cogía a Sandra en brazos, Roger miraba a Claudia mientras ella sacaba la lengua y guiñaba un ojo a la cámara y Mara, su madre, siempre tan cariñosa, la abrazaba por la espalda mientras sonreía.

El mundo se le había derrumbado por completo. No entendía el porqué a ellos, y es que a pesar de sus veinte años, se sentía demasiado pequeña aún para muchas cosas, y una de ellas era aprender a vivir sin su madre y su hermano, mientras ayudaba a vivir a una niña tan pequeña. El llanto duró casi tres cuartos de hora mientras abrazaba el libro que acababa de comprar para el que, a pesar de todo, seguía siendo el niño de sus ojos.

Se levantó, se puso bien las medias y se volvió a dirigir a su madre.

– Mamá todo esto es demasiado duro. Hay veces que aún creo que cuando me levante te veré haciendo crepes en la cocina, como cada día que tenías libre en el trabajo. Todo ha cambiado desde que os fuisteis, todo menos las noches de los viernes con las pizzas, el helado y la peli que Sandra no ha querido dejar atrás. Os echamos de menos.

Cerró los ojos y envió un beso a las dos tumbas y otro más hacia el cielo. Se secó las lágrimas, sonrió y, como cada día, repitió esa promesa “Hasta mañana”.

Salió del cementerio, se subió a la moto y volvió a casa. Cogió dinero para comprar algo de comer y se fue a buscar a su hermana al colegio. De camino el móvil empezó a sonar y sin mirar si quiera quien la llamaba contestó mientras cruzaba la calle anterior al colegio.

-¿Si?

-Hola fea. ¿Cómo va todo?

Al escuchar la voz de Carlos se quedó de piedra.

-¿Carlos? ¿Ha pasado algo?

-No ha pasado nada cielo, respira. Solo te llamaba para decirte que esta noche compréis pizza para mí también, a eso de las nueve estaré en casa.

-¡¿Cómo?!

No se lo podía creer. Su hermano daba señales de vida una o dos veces por semana y siempre a través de redes sociales, que volviese era totalmente inesperado.

-Vuelvo a casa un par de meses. He acabado todas las prácticas antes de tiempo y tengo ganas de ver a mis niñas. Tengo que colgar que entro en el avión, acuérdate: la pizza con extra de carne y salsa barbacoa. La peli que quiera la enana. No compréis postre que os traigo algo de Londres. Un beso pelirroja.

Sin darle tiempo a contestar colgó. Claudia estaba delante de la puerta del que había sido su colegio hacía un par de años y, por primera vez desde hacía meses, volvió a sonreír como una niña el día de Navidad.

En cuanto vio a Sandra corrió a buscarla y la cogió en brazos ante las miradas curiosas de todos los niños y padres que no entendían a qué venía tanta efusividad.

Se fueron hablando de todo y de nada por primera vez en meses. Sandra sonreía como si todo fuese como antes y Claudia no tardó en darle la noticia que esa noche serian uno más para cenar. Se cogieron de la mano y siguieron con su conversación sobre películas y el chico que le gustaba a Sandra, mientras Claudia pensaba que ese día, su madre le había hecho el mejor regalo, que su hermano mayor volviese a su vida, una vida que dejaría de ser tan gris con él a su lado.

Volvió a mirar al cielo sonriendo y, sin saber cómo explicarlo, supo que el cielo le devolvía la sonrisa.

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