En la sala del hospital todo era blanco y pulcro, tanto que los ácaros de polvo se podían contemplar como arácnidos alimentándose de las escamas de piel humana que caían. En ese momento me pregunté la razón del color de los hospitales, siendo el blanco el más sucio en la gama cromática que existe. Si lo que se pretende es que algo parezca higiénico, ¿ por qué entonces pintarlo de un color que magnifique las imperfecciones?

El médico, también de bata blanca, me apartó de mis ridículas reflexiones y me entregó el informe. Papá, sin parecer preocupado, contemplaba absorto la escultura encefalográfica que se encontraba encima de la mesa del neurólogo, asombrado por los surcos con forma de caracol, bastante logrados a pesar de la superficie lisa de la cerámica.

Su mirada no era la misma: se perdía en el infinito con la facilidad con que un niño se pierde en una tienda de gominolas.

Miré el informe horrorizada y, aunque me aferraba con tenacidad a la esperanza, ese día acudí a la consulta del neurólogo sabiendo cuál sería el pronóstico.

Papá, en cambio, no era consciente de nada. «Mejor»- pensé. «Espero que su mundo sea mejor que el nuestro».

El camino a casa fue doloroso. La noticia me había caído como una ducha de agua helada, a pesar de mis sospechas desde hacía un tiempo. A mamá le ocurrió lo mismo. Las dos nos habíamos estado mintiendo a nosotras mismas con la finalidad de vivir los días anteriores a la consulta lo mas llevaderos posible .

Su expresión me dolió aún mas que la noticia misma. Mamá miraba como un ciervo moribundo que acababa de ser atropellado, y esos ojos aterrados fueron cien puñaladas en mi alma. La estreché fuerte contra mi pecho. Podía sentir sus costillas con mis dedos y darle diez vueltas con los brazos a su menuda figura. Mamá había adelgazado mucho en los últimos meses a causa del estrés de ver a papá en ese estado.

Aquel día, sin embargo, no fue más que el primer párrafo de una novela de terror, una historia desgarradora y a la vez tierna como la vida misma.

Las comidas eran siempre una parte difícil del día: Mamá se desesperaba con papá. No tenía mucha paciencia con él y después se enfadaba consigo misma por carecer de ella.

Papá se manchaba a menudo la ropa. Ya no sabía utilizar los cubiertos y la comida acababa siempre debajo de la mesa. El tenedor lo utilizaba para la sopa, el cuchillo como tenedor y la cuchara para cortar la carne. Mamá iba entonces a la cocina a por el recogedor y yo, mientras, le mostraba con dulzura cómo hacerlo.

Mi mente viajó de repente al año 55 y la vieja mesa redonda del salón con su tapete de cuadros rojos apareció nítida en frente de mí por un momento. Papá fue quién me enseñó a utilizar los cubiertos. La escena se reprodujo delante de mí como si de un proyector de realidad virtual se tratara: Papá me regañaba ese día por coger el tenedor con el puño y por poner luego los codos encima de la mesa. Decía que eso eran malos modales. Yo no le hacía caso y tras repetirlo cuatro veces, separó la silla con un estruendo y pegó un manotazo encima de la mesa haciendo que se cayera la copa de vino tinto que tomaba. Desde entonces el tapete tiene un estampado de un rojo carmesí más intenso.

Yo rompí a llorar en ese momento, pues la voz alta de papá y su mirada firme me intimidaban. En cambio, su mirada era ahora vulnerable y frágil.

Mamá llegó con la escoba y el recogedor y, mientras limpiaba el suelo, a papá se le cayó el plato de sopa. Mamá perdió la poca paciencia que le quedaba y alzó el recogedor maldiciendo. Papá rompió a llorar en ese momento, pues la voz alta de mamá le intimidaba.

El aseo no era menos entretenido que la hora de sentarse a la mesa. Lo que allí encontrábamos era de lo mas variopinto: El dentífrico podía servir para afeitarse y la crema de afeitar para ducharse. Me trasladé de repente al verano del 66. Tenía quince años y mi barba se reducía a ocho pelos dispares en la barbilla y una pelusa negra en el mostacho y los mofletes. Ese día papá me compró un conjunto de productos para el afeitado. En el antiguo cuarto de baño de azulejos verdes me enseñó el ritual que tantas mañanas realizaría a lo largo de mi vida. Me pareció emocionante: me sentí varonil como él y al salir esa tarde con mis amigos algo había cambiado en mi, andaba incluso de otra forma…¡era un hombre!

Ahora, papá se sentaba en el borde de la bañera mirando al horizonte con varios chorretes de sangre que le caían por el mentón. Decidimos ese día poner las cuchillas fuera de su alcance y afeitarle siempre nosotros con esmero y cuidado.

Pronto dejó también de poder bañarse. Decía que el agua era ácido y se negaba a meterse en la ducha. Nosotros le duchábamos con mucho cariño, a veces en contra de su voluntad, distrayéndole con nuestras palabras o incluso con objetos.

Por las noches se encontraba mas perdido que por las mañanas. Al llegar el alba se trasladaba a un tiempo pasado desconocido para mí y nos hablaba de personas a las que ni siquiera yo reconocía. A mi madre a veces la confundía con la suya y no quería meterse en la cama con ella. Gritaba y pataleaba porque nos acusaba de haberlo secuestrado y separado de su verdadera familia. Me hacía recordar mis continúas pataletas cuando mis padres me castigaban de pequeño sin salir de casa. Recuperé con este recuerdo la sensación que probablemente papá experimentaba ahora: de impotencia, de sofoco, descontrol…¡se sentía atrapado!

Esa madrugada parecía especialmente desconcertado e inquieto. Me acerqué lentamente a él, le acaricié el hombro, le tomé de la mano, abrí la puerta y salimos al exterior de la casa a las tres de la mañana envueltos en la atmósfera húmeda de la noche. Le ayudé a sentarse en la mecedora del porche y allí se tranquilizó y terminó por caer dormido de nuevo. Le cubrí con una manta usada cuyo tacto parecía haber sobrevivido al paso del tiempo: seguía igual de suave que siempre. Era mi manta preferida, aquella que utilizaba siempre para taparme en el sofá de casa al ver la tele.

Esa vez dormimos los dos al relente. Yo, sin embargo, tardé un poco más en hacerlo, reflexionando sobre la vida y navegando por las dulces aguas de los recuerdos de la infancia, porque, al fin y al cabo, los recuerdos son todo lo que nos queda. Y fue así como recuperé una bonita reminiscencia de aquellos tiempos: Las mañanas de domingo solía despertarme más tarde de lo habitual y me reunía con mi padre en el porche, el cual se encontraba ya leyendo el periódico desde hacía horas. Entonces él me sentaba sobre sus rodillas y me contaba miles de batallas, mientras mi madre preparaba el desayuno. Mas tarde lo tomábamos los tres juntos en la mesa del jardín.

En ese instante mamá me devolvió al presente cuando bajó asustada las escaleras al ver que ninguno de los dos estábamos en la cama. Era un domingo, así que hizo el desayuno y lo tomamos los tres juntos en la mesa del jardín.

Se trataba de un día soleado de los primeros que teníamos tras unas semanas de lluvia. El invierno daba paso a la primavera y las flores dejaban atrás el paisaje marrón y gris de los meses de diciembre, enero y febrero. Papá miró el cielo despejado y sonrió. » ¿Qué día es hoy, David?- preguntó. «Es domingo, papá»- respondí. «¿Recuerdas el día que aprendiste a pescar, hijo?- musitó- «Fue una mañana como ésta, también domingo, de principios de marzo. No tenías ganas de aprender. Dijiste que pescar era para los abuelos, pero yo insistí y fuimos a Aranda del Duero. Yo sabía que el pescado había mordido ya el anzuelo cuando te pasé la caña. Creíste haberlo pescado tú y volviste contentísimo a casa con el pescado coleteando entre tus manos para mostrárselo a mamá. Lo cocinamos y nos lo comimos ese mismo día en esta mesa»-continuó.

Miré a mi padre que reía contento como un chaval con el rayo de luz incidiendo sobre su rostro, que dejaba sus ojos entreabiertos y hacía brillar, si cabe aún más, su sonrisa. No articulé palabra. Tan sólo quería detener el tiempo, paralizarlo, congelarlo y meterlo en una bolita de cristal que pudiera agitar y ver cada vez que la tomara sobre mis manos. Era un día claro para la bóveda celeste, luminoso para nosotros y lúcido para mi padre. Le miré y le sonreí también mientras una lágrima salada se desbordaba de mi lagrimal y desembocaba en la comisura de mis labios. Papá me acarició la rodilla, su mirada ahora evocaba duda y confusión: «Por cierto, ¿qué día es hoy, David?»

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