Hoy es anecdótico y carente de emoción, y es que volver a sentir es la deuda pendiente del recuerdo, hay que conformarse con las imágenes, las texturas, los sonidos, los olores y los sabores, lo sensorial mas no lo sentimental, tal vez podamos recordar que estábamos tristes o emocionados, pero no podemos volver a sentir.

Aquella tarde salí hacia Ezeiza para volar a Europa por primera vez como quien sale hacia el trabajo o la escuela, así, como si nada, fue recién después de dieciséis horas y media de vuelo, y de haber cruzado el Atlántico, cuando aterrizamos en Estambul, que empecé a dimensionar la envergadura de la empresa en la que nos habíamos embarcado y que después de las seis horas de escala que nos esperaban, mas otras tres horas de vuelo llegaríamos a destino. La espera se hizo un poco pesada, la madrugada turca no tenia mucho para contar excepto por la pequeña puesta en escena de un vagabundo en silla de ruedas que después de discutir enérgicamente como los empleados de una cadena de comida rápida se paró para acomodarse los pantalones antes de abandonar el debate y retirarse vaya a saber uno donde.

El aeropuerto de Kastrup estaba un poco nevado, era el último día de Marzo y todavía estaba bastante frío. Cuando el avión toco la pista me encontraba incrédulo y un poco estupefacto, estábamos ahí, ahí donde desde casa parece tan lejos e inalcanzable, tanto como si fuera otro planeta, tan inalcanzable como hermoso y misterioso. Las casi veinte horas de vuelo, cada una de ellas, había valido la pena. Entramos en la ciudad a través del metro, cuando salimos a la superficie se termino de hacer real, nos paramos en una esquina muertos de frío y nos preguntamos realmente que hacíamos ahí, tan lejos y tan solos, pero la traba mental duro solo un momento porque nadie iba a venir a rescatarnos, en parte porque estábamos a miles de kilómetros de casa pero mas que nada porque no había nada de lo que alguien tuviera que rescatarnos.

Los primeros días fueron duros, nos habíamos olvidado que nadie nos había dicho que iba a ser fácil, pero el universo fluye a favor de aquellos que se animan a plantarse ante el miedo y los prejuicios y las ataduras propias de los años 50. Y todo fluyó, y así transcurrió el año. Desde que llegamos siempre me gusto coquetear con la nostalgia, siempre encontré atractiva la tristeza del recuerdo del tiempo que paso, de las calles que camine, del dulce de leche y los asados, de Callao y Corrientes, de la línea B o el 146 Devoto-Correo central. Todo recuerdo lo asumía con nostalgia y esa tristeza la disfrutaba y me hundía en ella porque para mi eso es literatura y la literatura y el arte en general son más hermosos cuando parten desde la tristeza, como los tangos, que sonaban mas tangos un martes a la tarde en mi living en Copenhagen recordando mi ‘arrabal’ porteño que los tangos que nunca escuche tomando helado algún domingo en San Telmo.

Después de un tiempo de andar y andar por las bicisendas siempre atiborradas de la ciudad de las casitas de colores, con las mochilas llenas de recuerdos y los corazones llenos de ese ‘no se que’ danes pegamos la vuelta con el orgullo de haber vivido en tierras nórdicas, nos sentíamos una especie de héroes vencedores porque todo aquello había sido una victoria en más de un sentido.

Pero la burbuja mágica de aquella experiencia propia de un sueño que se termina cuando suena el despertador a las 5 am y hay que levantarse cagado de frío para ir a laburar hasta Lanús o Morón o Tigre o Barracas –da lo mismo- se rompió de igual manera cuando bajamos del dreamliner y atravesamos las puertas automáticas que separan lo mágico de lo real, la tristeza poética de la orgánica, esa que te hace doler las tripas y querer llorar desesperada y desconsoladamente. A la vuelta todo en Ezeiza salió mal, esperaba que todos nos dijeran que nos vayamos de vuelta, que estábamos locos por haber vuelto. Quería que esa vuelta fuese en realidad la ida, la visita, dos o tres meses de boxes y seguir recorriendo las rutas del mundo, viendo mares y montañas y paisajes que algunos ni siquiera se atreven a soñar. Pero nada fue así, más bien todo lo contrario, en nuestra derrota encontramos emoción ajena, en la decisión aun no tomada de la renuncia encontramos regocijo y alegría de otros, de aquellos que quieren cosas a través de nosotros, como si quisieran plantar una semilla para que crezca el árbol porque quieren limones o manzanas, pero las semillas no sienten ni sueñan, más bien seria como si enjaularan a un canario que brilla tanto como sus plumas y su canto igual de hermosos y estridentes y que lo encierran porque egoistamente lo quieren para ellos y egoistamente piensan: ¿En que lugar este canario estaría mejor que en mi jaula si nunca le va a faltar agua ni alimentos?, es egoísta y perverso hacer creer y creerse esa mentira cuando es tan obvio que el único fin de su cautiverio es adornar la pared del patio de alguna jubilada e inundar los ambientes de su casa y de su vida con las melodías mas lindas que el pequeño pajarito inventará cada día.

Pobre del pájaro que canta hasta morir sin poder volar, y pobre de nosotros si trabajamos hasta morir sin poder soñar.

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