La mañana se detuvo un minuto a mirar los ojos de Fátima
que despertaba. El sol rechinaba rodando por el cielo azul
vacío sobre la bahía. Fátima se estiró bajo la sábana
dejando que la mañana tensara su piel de cobre… hermosa
morena de largos cabellos ondulados negros que abría los
ojos aceituna para ver el techo blanco pecoso del hotel del
puerto. Un brazo grueso y colorado le servía de almohada.
No era ningún marinero. Un muchachito holandés, demasiado
joven para tener una talla tan grande pero inocente en su
forma de fruncir los labios al dormir. Fátima lo miró
atenta mientras la atmósfera calcinada del puerto aguantaba
un suspiro para no asustar esos delfines que navegaban su
mirada. Las manos de ella hacían mareas con su melena
rubia, el sol que se filtraba por las cortinas navegaba
entre las manos de Fátima y el mar de la cabeza del
holandés… el agua en la bahía se dormía bajo el calor del
sol. La cama se hundía en la luz de la mañana y los amantes
parecían flotar en el aire caliente.
Fátima había llegado al puerto esa mañana. El muchacho
llevaba varios días en la ciudad dejándose llenar por el
aroma de las calles inclinadas, por la luz destilada entre
los techos rojos que se veían desde la ventana más alta del
hotel. Allí vio pasar a esa mujer de senos firmes y piernas
largas que rodaba con la cadencia de la música de los
tambores que siempre parecían oírse muy lejos. Se restregó
los ojos con la mano para poder ver mejor pero la mujer ya
había desaparecido de la calle. Pensó en un oricha y se
sentó goloso a comer una rodaja fresca de piña. Después del baño, con la cabeza llena de aire del mar y deseos de andar
la ciudad como un perdido, tropezó con la diosa en las
escaleras del hotel… el muchacho de las maletas se quedó
quieto sudando la mañana mientras los huéspedes se
devoraban con los ojos. Fátima. Al holandés se le llenó la
boca con un sabor a arena tibia cuando se atrevió a decir
Fátima una y otra vez, hechizado con la mirada marina.
Podría ser su madre, podría pero no lo era. La tarde fue un
recorrido de ojos y manos por las calles de la ciudad:
piernas de bahía y ojos de selva. Jamás había sentido nada,
nunca había sentido nada. Pero Fátima era toda la ciudad y
la bahía y el sol. Cuando terminaron en la cama desquitando
el sudor y el olor de la ciudad y llenándose de ambos,
sintieron el canto de las casas viejas y el llanto de las
camas solitarias. Gemir de dos lenguas distintas que
hablaban la misma carne y entregaban mordidas de mundos
diferentes: él, de la selva del concreto y el frío; ella,
de la selva verde y el mar multicolor del norte.
Pero ahora, en la mañana, Fátima se quitaba la pereza del
calor y el aire tibio con los cabellos rubios del holandés
que dormía a su lado… pensó en su hijo, ese hijo que dejó
hace mucho en la selva con un hombre que dijo ser su padre,
un hombre que quizá fuera su padre. Miraba los párpados y
atrás de ellos se pintaba las imágenes difusas de otra
tierra tan al norte, tan fría… y volvía a pensar en su
hijo. ¿Qué edad tendría ahora? ¿Tal vez veinte? Repasaba
con sus manos las líneas imaginarias del rostro del rubio.
¿Y este niño cuántos años tendría? ¿dieciocho, tal vez
diecinueve? Repasaba sus ojos y pensaba en su hijo, en la
selva verde y en su corazón vacío.
Al otro lado del puerto, en esa roca enorme que adorna la
mitad de la bahía, revoloteaban pájaros de colores y gritaba la arara con su pico de fuego. Fátima se deslizó
con calma hasta la ducha del baño. El holandés no llegó
jamás hasta ella, no la inundo en un adiós que recordara
siempre. Al fin, sólo el agua.
Fátima se vistió y se fue. La última mirada la dejó regada
en la habitación con las ventanas abiertas, esperando quizá
que el sol y el viento no se llevaran el beso del niño
cuando despertara. Bajó las escaleras haciendo repicar los
tacones lentamente. Salió a la calle y no miró atrás.
Fátima se dejó perder en la rua empedrada que bajaba hasta
la iglesia, después subiría un poco y se enfrentaría de
lleno con el día… después, quizá, vendría la suerte.

FIN

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