Un gris tenue tiñe la tarde, las gaviotas graznan inquietas, a Angélica le gustaría entender qué dicen, pero nadie entiende el canto de las aves.
Día tras día baja a la playa a esperar el regreso de su padre. Angélica tiene cinco años, posee una belleza natural e inocente, su vestido blanco parece estar hecho con la espuma que besa la orilla. Pensativa contempla las olas, el mar se agita indomable y violento, la bruma como una cortina fría y sedosa envuelve el paisaje. Otros días se muestra sereno y parece jugar rozando apenas la playa.
Su mirada siempre fija en el horizonte, nada la distrae. Sentada sobre la arena, inmóvil, la ansiedad se refleja en su bello rostro. Así permanece mientras transcurre el tiempo inexorable hasta que aparece en el horizonte apenas un puntito muy lejano, aumenta su inquietud cuando por fin divisa un barco que se acerca, es entonces cuando una tímida sonrisa ilumina su rostro y cree ver lo que su corazón tanto anhela.
El viento huele a sal y a desconsuelo, cómplice borra los garabatos que dibujó en la arena, las gaviotas vuelan en círculo, una se posa junto a ella, Angélica siente temor al recordar una leyenda que le contó su madre.
Le pregunta a las olas el porqué de la espera inútil, pero el mar indiferente no sabe de respuestas. Nubarrones amenazantes cubren el cielo. Una historia de dolor se teje en la oscuridad, no es el barco de su padre el que se acerca.
La voz nerviosa de su madre la reclama mientras baja la colina:
─¡Angélica, tienes que volver a casa, habrá tormenta y es muy tarde ya!
─¿Mamá, cuándo vendrá papá?
─Volverá hija, cuando acabe de faenar, volverá ya lo verás.
La coge de la mano, recorren el camino sin hablar hasta llegar a la casa. Con los últimos rayos de luz del atardecer naufraga una vez más la sutil esperanza del regreso, hasta que comience un nuevo día y se renueve la ilusión.
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Angélica aún conserva ese candor que la distingue. No ha sido fácil para ella el viaje de regreso. Abre la puerta despacio, entra en el salón, todo parece estar en su sitio, siente frío, el frío húmedo del mar que se cuela por el ventanal. Un sinfín de sensaciones vuelven a su memoria, reviven los aromas familiares y el dulce eco de las voces amadas, recorre con la mirada todo el entorno para luego detenerse en el cuadro que domina la pared desgastada. Angélica se reconoce con su vestidito de espuma, siempre ha estado ahí, junto al sillón preferido de su padre, se sienta, se arrebuja y cierra los ojos para evocar en el abrazo su presencia, la que el mar le arrebató.
La ausencia y el silencio impregnan la estancia, unos pocos rayos de sol del atardecer se filtran curiosos y parecen querer poner su nota de tibieza. Se acerca al cuadro y contempla la firma que con el paso del tiempo es apenas visible, solo recuerda que la muchacha la observaba mientras pintaba en la playa.
Acaricia la imagen con ternura, muy suave, como si quisiera proteger a la niña para siempre del dolor y el desamparo..
(Ilustración: Pintura al óleo – Autora: Sally Swatland)
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