Mamá quiere que vayamos juntas de viaje. Lo de menos es el lugar. Tiene noventa y cuatro años pero continúa siendo una niña que pretende jugar con la muerte al escondite. Piensa que si se queda en casa, tejiendo tapetes de ganchillo y viendo telenovelas, la muerte se sentirá invitada y la atrapará. Sueña que la muerte se sienta a los pies de su cama, se sumerge en su mente y bucea hasta los pliegues más recónditos de sus entrañas; le roba sus recuerdos y los cambia por otros… ¡Cómo si fueran cromos!

Ha recurrido a mí…pretende que yo la lleve a algún lugar donde poder ocultarse.

Yo, con treinta y cinco años menos que ella no siento que mi único horizonte sea el camposanto. Tengo mi vida—reconozco que no la que soñaba. Mi último novio hizo las maletas y desapareció una mañana. Me ha bloqueado en el WhatsApp y no me ha dejado ni un mensaje de despedida. A las vecinas, cuando preguntan, les digo que se ha ido de viaje de negocios, y cuando vuelven a preguntar,—con más interés que la primera vez—, me reafirmo en que se ha alargado el viaje. Tantas cosas en la vida se prolongan de forma innecesaria: nuestra relación, su abandono, mi recuerdo, su silencio y mi soledad…

El trabajo lo dejé por estrés. Los madrugones y ocho horas de aporrear el teclado de un ordenador alteraban mi cerebro y cercenaban mi espíritu de artista, que en el fondo es lo que yo soy. Una artista.

¿Qué cuál arte practico?

El más reconfortante: el culinario. Te entretienes en el diseño, en la preparación y puedes devorarlo.

El verdadero arte es efímero.

Mi psicóloga interpreta que soy una gran artista en evolución y, gracias a mi bulimia, devoro mis obras de arte en cuanto las produzco. Por eso mi arte es tan personal: sólo está hecho para mí. Entiende que mi próximo objetivo debe ser compartir, sacar mi arte de la esfera privada y ofrecérselo a una expectante humanidad.

Y viajar con mamá sería un obstáculo: me aleja del arte culinario, de mi bulimia y de la humanidad.

Yo no quiero viajar. Necesito despertarme cada mañana y contemplar el mismo paisaje. No soporto los viajes: ¡hala!, lanzarse a lo desconocido para adaptarse a una novedad detrás de otra… prefiero quedarme remoloneando en mi cama y dejarme abrazar por mis viejas sábanas. Sentir como mis dedos acarician sus bolitas y su entramado tan sutil y transparente hasta la rotura.

Además ahora me preocupa encontrarme a mí misma; imposible hallarme en un ambiente desconocido. Necesito que me rodeen constantes para que mi yo, tan variable, sea capaz de mimetizarse con el ambiente y se convierta en otra constante…sólo cuando mi yo sea una constante lo podré—al fin— atrapar, y me habré encontrado a mí misma.

Si voy de viaje lo haré por mamá. ¡Qué no haría una hija por una madre!: sinceramente, muchas menos cosas que las que haría una madre por una hija.

— ¿Mamá , y adónde quieres ir? Como es verano las playas están hasta la bandera; la montaña imposible, tienes la tensión alta. La Unión Europea es demasiado grande, y con tus años y mis treinta kilos de más, una fortaleza inexpugnable. Si quieres cogemos el coche y hacemos pequeñas excursiones: un día comemos cochinillo en Segovia, otro cordero en el Escorial… ganaremos unos kilos.

— Yo quiero irme de viaje—insiste con cara de malas pulgas.

Parece una niña agarrada a su rabieta, y no está dispuesta a soltarla. La conozco y sé que no lo hará.

—Mira, mamá, que con tu andador es complicado lo del avión. El barco te marea…y el tren seguro que lo perderíamos, como siempre.

Una tarde le llevo unas gafas de realidad virtual y me discute.

—Esto no es viajar. No me sirve.

—El «no va más» de la última feria de tecnología… Me han costado un pastizal.

Ni por esas.

—No. Yo quiero irme de viaje—vuelve a insistir con cara de mala leche. Resucita la rabieta y se atrinchera en ella.

Mamá vive en el segundo piso y su amiga Pilar, a la que no ve desde hace casi un año, vive en el ático. Seis pisos las separan. Todo un mundo para ellas.

—Mamá hoy toca excursión a casa de Pilar. He hablado con ella y nos invita a merendar.

Le ayudo a hacerse un moño bajo, a ponerse sus mejores galas, y se embadurna los labios de carmín rojo pasión. Vestida con su blusa de seda atigrada, esa que hace más de veinte años no usa, le ha rejuvenecido hasta la mirada. Está radiante, tan feliz como si partiéramos a China. Siempre ha sentido fascinación por los viajes de Marco Polo.

—Sí, mamá, llevas tu blusa de seda gracias a Marco Polo. ¿Te acuerdas del documental de la ruta de la seda?

Y éste va a ser tu viaje. No miento. Hace meses que mamá no ha puesto un pie en la calle. Desde que salió del hospital cuando se rompió la cadera.

Se engancha al brazo un bolso, en el que ha metido un pañuelo, unos caramelos de menta y las llaves; agarra su andador y camina felina hacia el ascensor. Potente, triunfal.

—Hoy, por fin, salimos de viaje—dice, mirándome muy seria y con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sí, mamá, ya sabía yo que al final lo ibas a conseguir .

FIN

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS