— ¡Ya bebiste demasiado! Mañana te la devuelvo— dijo el camarero quitándole la llave del coche para evitar que condujera borracho.

Airado con el camarero y dando tumbos, se dirigió al río con la imprudente finalidad de refrescarse. Perdió el equilibrio, cayó al agua y, casi sin darse cuenta, se vio arrastrado por la corriente que lo alejó de cañizos y ramajes que hubieran podido servirle de asidero.

Un cántico lo despertó al amanecer:

“Dios nos dé los buenos días; buen viaje, buen pasaje tenga la nao, señor capitán y maestre y buena compaña Amén”.

Le dolía la cabeza. La lengua, pastosa e inflamada, recorrió los labios resecos en un infructuoso intento de hidratarlos, y sintió ígneos reflujos en el esófago: eran los síntomas de la resaca.

Gradualmente sus sentidos comenzaron a armonizarse hasta tomar conciencia de su entorno. Se hallaba a bordo de un barco. Podía oír el crujir del maderamen, de las maromas y las jarcias tensionadas y el embate del agua contra la proa; podía oler el aire cargado de salitre, el acre olor de la brea, de las amarras y la madera húmeda.

Entonces vislumbró a contraluz la silueta de un hombre.

—Flotabais sin sentido asido a una tabla—dijo— Debéis dar gracias a Dios por el milagro de haberos hallado en esta inmensidad de la mar océana y cumplir promesa de romero yendo a Santa María de Guadalupe con un cirio de cinco libras de cera, en agradecimiento por haber sido salvo.

Creyó haber perdido la cabeza. No en vano se encontraba en una nao del siglo XV. Todo resultaba anacrónico: la propia embarcación, la indumentaria de los tripulantes, la lengua desusada…

Contempló alucinado cómo los marinantes desperezaban las articulaciones atrofiadas tras haber pasado la noche en cubierta, bajo toldas o arremolinados al abrigo del cordaje. Con cubetas recogieron agua de mar y una vez realizadas unas exiguas abluciones, defecaron por turno, siguiendo un orden jerárquico. Y lo hicieron sin el más mínimo recato, en lo que llamaban jardín, que no era sino una tabla agujerada que pendía sobre las olas a modo de retrete. Una vez desayunada, la tripulación comenzó a trajinar de popa a proa y de babor a estribor, afanándose en dejar la cubierta impoluta a golpe de aljofifas, en medir las brazas con una sondaleza, en atar cabos, revisar aparejos o achicar el agua que había entrado durante la noche en la bodega.

Cuando el almirante ordenó desplegar velas vio la triada de cruces pate. El bermellón de las cruces disentía vivamente con el color crudo de los lienzos que, insuflados por el viento en el cielo garzo, empujaban la nave a quince nudos a la hora.

El almirante, al verlo despierto, preguntó si ya se encontraba mejor.

—Cuando os avizoraron— añadió— llevábamos mar de mucha bonanza y no vimos gran cerrazón ni oscurana ni grandes vientos que causara anegamiento en una embarcación. ¿Cómo es posible que llegarais tan lejos si distaba la nao treinta jornadas desde Las Canarias? Pero veo que el siniestro os ha trastornado: no tenéis buena cara. Deberíais buscar mejor acomodo. En cubierta solo recibiréis quebraduras y morados por el fragor de los marinantes al faenar. Servíos, mientras os recuperáis, de mi recámara y alejaos de este ambiente gárrulo, pues en cubierta ha de haber no menos de una treintena de hombres, que en los dieciocho metros de eslora por siete de manga, resultan una multitud. Haré que os lleven algo de comer.

Le llevaron una escudilla con agua, un trozo de queso emborrado, unos dientes de ajo y una galleta dura como el pedernal. Poco antes había visto cómo algunos marineros la mojaban en agua de mar para ablandarla y poderla comer sin riesgo de arruinarse las dentaduras bastantes escasas y careadas de por sí.

No tocó el desayuno, a simple vista agusanado, pero bebió agua, pues estaba deshidratado y tragó aquel líquido glauco que ya se encontraba en víspera de la corrupción.

—Vuestro gesto es de ingratitud— recriminó el almirante cuando entró y vio el desayuno intacto— Daros de comer y de beber supone reducir la ración de la tripulación, que no dudaría en arrojaros por la borda, si así no ha de menguar el rancho. El viaje es largo y el trabajo severo: os conviene comer y reponer fuerzas.

Por no contrariarle echó mano a la galleta.

—Nos dirigimos a tierra de Indias— dijo el almirante señalando al horizonte aneblado—, pues he de cumplir lo que se me ha mandado por los muy altos y muy excelentes y muy poderosos príncipes, rey y reina de las Españas y de las islas del mar… Pero tomad asiento: ¡estáis pálido como un muerto! Mandaré que os examine el cirujano de a bordo.

El cirujano le tomó el pulso, examinó la lengua y comprobó sus reflejos.

— ¿Recordáis ya qué os aconteció?—inquirió mientras lo examinaba.

—Caí borracho al río. La corriente me arrastró. No recuerdo nada más.

—Eso que contáis no es posible— afirmó el almirante— No se os sacó de ningún río, sino de la mar, a más de treinta jornadas de tierra firme, como ya os mencioné. Si no habéis naufragado, ¿cómo llegasteis hasta estas aguas ignotas?

—Debo haber perdido el juicio o quizá estoy soñando— profirió con un inaudible hilo de voz y, ofuscado, preguntó qué año era.

— ¡Cuál habría de ser!—exclamó con sorpresa el almirante— El año de nuestro Señor de mil cuatrocientos noventa y dos.

—Dos y tres, uno, dos y tres ¡Vamos, hombre, responde!— profirió el sanitario, sin dejar de aplicar maniobras de resucitación cardiopulmonar. Hasta que por fin, reaccionó tosiendo y expulsando un caño de agua por la boca.

Cuando volvió en sí preguntó qué había sucedido.

—Alguien lo vio en apuros y se lanzó al río en su auxilio—explicó el sanitario.

Dos miembros del SAMU lo recostaron sobre una camilla y lo metieron en una ambulancia.

Cuando le pusieron una vía en el brazo, una galleta, dura como el pedernal, cayó de su mano.

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