(basado en hechos incomprensiblemente reales)
En la trayectoria de todo futbolista existe un momento único e irrepetible que condiciona su futuro. Un gol decisivo, una parada estratosférica o una agresión criminal sitúan al jugador en el centro de todos los focos. Momentos que le elevan a los altares del olimpo balompédico o que le hacen descender a la penumbra del infierno. Dejaré al sabio criterio del lector determinar el destino que merece el protagonista de los hechos que se van a narrar a continuación.
El suceso que nos ocupa se remonta a un sábado del mes de junio del año 2003 en los indescriptibles campos de fútbol del Soto de Lezkairu. La temporada languidecía y ya solo quedaba por saber quién se alzaría como campeón del humillante trofeo de consolación que convocaba a los colegios que no habían conseguido pasar a la siguiente ronda de la liga. Fiel a su tradición, Marcos ocupaba el extremo izquierdo del banquillo. Su dilatada experiencia en la práctica de la suplencia le había conferido un notable conocimiento acerca de la composición, estructura y forjado de estos utensilios que tantos sueños y desilusiones soportaban. Evitaba sentarse sobre la cabeza de los tornillos ya que absorbían rápidamente la temperatura intensificando, sobre sus ridículos muslos, la sensación de frío cuando tocaba jugar en la Barranca o de calor cuando el partido se disputaba en la Ribera. La singularidad era la nota que mejor caracterizaba a Marcos. Era el único jugador que no había disputado un partido completo. Que no había visto su nombre en una alineación titular y que apenas gozaba de la fuerza suficiente para dar pases elevados. El único que no portaba unas botas con colores dignos de ser utilizados para subrayar los libros que tanto le comprendían. La estampa que presentaba al salir del vestuario no tenía desperdicio: la desproporcionada vestimenta cubría un prodigioso cuerpo enclenque del que emanaban dos simpáticas piernas semejantes a las de aquella cigüeña en la que no hacía mucho pensaba que había sido traído a este mundo. Semejantes obstáculos no habían minado la actitud de Marcos y, como todos los fines de semana, aguardaba con ilusión su oportunidad junto a los otros reclusos de la pena del banquillo. El tiempo reglamentario se acercaba a su fin. Los rostros de los padres y madres constituían un gráfico ejemplo de una tragedia griega: conocedores del fatal destino que les aguardaba aquella mañana de sábado, habían decidido afrontarlo y someterse a las duras exigencias de noventa minutos de despropósito futbolístico. El partido llegó a su fin sin que las arañas que habitaban las redes hubieran visto peligrar su hábitat. La épica se trasladaría a la tanda de penaltis. Tras un interminable intercambio de golpeos llegó el momento decisivo. La absurda redacción del reglamento hacía que el equipo de Marcos debiera lanzar el penalti decisivo. Más de la mitad de los compañeros ya habían probado fortuna y el entrenador preguntó si había algún voluntario que quisiera librar el combate final. El miedo se palpaba en el ambiente. Las cabezas gachas y las miradas distraídas se advertían en todos los jugadores como si de los instantes previos a un encierro se tratara. En ese instante, ante la atónita mirada de sus camaradas, Marcos alzó la voz y gritó: “¡Yo!”. Había tenido una revelación. Aquel día ascendería a los cielos de su deporte favorito. En sus oídos retumbaba el clamor de las masas al celebrar su heroica hazaña. En sus ojos se reflejaban las flores de la victoria lanzadas desde las ventanas del colegio al entrar el próximo lunes. Sus admirados y leídos emperadores romanos nunca habrían soñado con un recibimiento similar tras una extenuante campaña. Incluso podía reconocer el olor del perfume de su idolatrada compañera de clase mientras le felicitaba después de haber sido fustigado con el látigo de su indiferencia durante años. Cogió el balón con cariño y removió la tierra sin saber exactamente qué ventaja sacaría de ello para, a continuación, depositarlo sobre el punto de castigo. El tiempo se detuvo. Colocaría la pelota por la escuadra diestra de la portería aprovechando que el portero rival no era conocido por sus dotes saltarinas. Y corrió. Corrió para dejar atrás el frío de tantas mañanas de lluvia y nieve parapetado tras las planchas de metal que cubrían el banquillo. Para olvidar la asfixia que le causaba el calor que emanaba de esas mismas planchas de metal en primavera. Corrió, en definitiva, para tener su “momento” y golpeó el balón con toda la fuerza que creía tener. La polvareda no le impidió vislumbrar que el guardameta se había decidido por el lado izquierdo lo que le produjo una inmediata sensación de euforia. Sin embargo, no conseguía ver dónde había ido a parar el balón. El polvo desapareció y el trágico destino hizo su aparición en forma de una pelota situada a medio camino entre la línea de gol y el punto de lanzamiento que avanzaba con la misma lentitud que su carrera futbolística. El portero tuvo tiempo de levantarse, entrar tristemente en la portería en búsqueda del balón, darse la vuelta con insospechada alegría y dirigirse eufórico hacia la pelota que seguía avanzando. El terrible dolor que cubrió su empeine izquierdo resolvió el misterio: la tierra había sido la destinataria de buena parte de la fuerza con la que había intentado enmendar su historia. Marcos se lanzó al suelo avergonzado. Pasaron los segundos y nadie se acercó a consolarle. Decidió encarar la realidad. Cuál fue su sorpresa cuando al dirigir su mirada hacia su equipo no encontró lloros ni desesperación, sino la carcajada más desconsiderada. Lo mismo sucedió cuando buscó comprensión entre los rivales. Y fue entonces, en ese momento, cuando Marcos comprendió de qué iba todo aquello. Aquel día Marcos entendió que la seriedad con la que sus compañeros se desempeñaban no era más que una forma de emular a aquéllos que encarnaban sus sueños. Que el genio que desplegaban los padres y madres durante los partidos, con honrosas excepciones, se debía al profundo orgullo que sentían por sus hijos. Que la intensidad con que se desgañitaba su entrenador era una muestra de lo que el mundo le depararía al hacerse mayor. De aquel día Marcos extrajo muchas lecciones y dejó para el recuerdo un penalti irrepetible que hizo las delicias de los asistentes.
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