No me dijo quién lo estaba buscando, pero aun así lo dejé entrar. El frío se le notaba en la cara, andaba con lo puesto y Julia, mi hermana, lo había echado de casa un par de horas atrás.

Lo dejé quedarse en mi sofá. No le pregunté nada, solo le dije que al otro día saldría temprano y que se sintiera como en su casa. Recuerdo que apenas movió su cabeza; ni un gracias, ni un hasta mañana. El silencio de los perseguidos, pensé en ese momento y me fui a mi pieza.

Esa primera noche logré dormir tres horas. Nunca había escuchado roncar a alguien de esa forma. En el clímax de sus ronquidos, a esa altura alaridos, y de mi insomnio, pensé que lo buscaban por eso, por perturbar el descanso y bienestar de sus vecinos.

Antes de su llegada solía dormía seis horas consecutivas, suficientes para levantarme con ánimo y despejado cada mañana. Solo necesitaba mi taza de café y una tostada para salir al trabajo con una sonrisa poco habitual en los rostros de la madrugada, una sonrisa que se fue borrando poco a poco con su presencia.

Quise pensar que el escándalo de la primera noche había sido provocado por su cansancio, mal que mal, estaba escapando, mal que mal Julia lo había echado. Así que cuando al día siguiente cenamos juntos y conversamos un par de horas, le dije lo de los ronquidos en tono de broma. «Sí, lo sé» respondió «lo mismo me decía Julia». Esa fue la única vez que pronunció su nombre. Era normal que así fuera, pensaba yo, uno no nombra al que le da la espalda, uno no quiere pronunciar el nombre de quien lo traiciona.

Tras esa conversación me despedí de él sin esperar nada, pero esa vez hizo un gesto brusco con la mano y luego se arrellanó en el sofá. Cuando vi ese movimiento sentí miedo. Apuré el paso y me acosté lo más rápido que pude. Logré dormirme en unos minutos. Su ronquido me despertó a las cuatro de la mañana. Era como la respiración de una bestia o el sonido del viento circulando por una galería de cavernas. Lo odié, lamenté haberle dejado entrar en mi casa. Quise levantarme y decirle que se largara, que al otro día se llevara sus cosas y no volviera aparecer, pero no lo hice, me quedé ahí en la cama, buscando descansar en los segundos de silencio entre ronquido y ronquido.

A medida que la falta de sueño alteraba mi vida él se reponía. Pasaba casi todo el día en casa. No puedo decir con exactitud qué que más hacía, solo sé que al volver del trabajo estaban los platos lavados, la alfombra aspirada, la cama hecha, el piso trapeado. Cada vez que volvía dispuesto a echarlo encontraba una mejora, un aspecto que yo había pasado por alto, pero que él había considerado y resuelto. «No te preocupes», me decía, «yo me encargo de todo, intenta descansar, últimamente no tienes muy buena cara».

No sé si habrá sido por la falta de sueño, pero yo le hacía caso. Comía lo que había preparado y luego me iba a dormir, como siempre, hasta las cuatro. Por la falta de sueño, pensaba también, empecé a sentir náuseas todas las mañana y rara vez salía de casa sin haber vomitado. En tres semanas bajé una talla y la ropa comenzó a quedarme grande. En el trabajo empezaron a preguntarme qué me pasaba, pero el sueño y los problemas estomacales, que para mí no tenían explicación, me hacían dar respuestas evasivas que de seguro nadie creía.

Una mañana de náuseas y vómitos me miré al espejo y tardé unos segundos en reconocerme. En mi recuerdo no estaban las mejillas hundidas, los labios amoratados, las bolsas en los ojos y ese color amarillento en la piel. No dudé un segundo en pensar que todo se debía a su presencia. Apenas salí del baño le dije que tenía que irse, que ya no podía vivir con sus ronquidos, que me estaba haciendo mal, que tenía que buscarse otro lugar para vivir, otro rincón para esconderse.

Su reacción fue muy distinta a la que esperaba. Me dijo que lo entendía muy bien, que ya le había pasado otras veces, que era un problema terrible, pero que no me preocupara, que esa misma noche se iría, que ni siquiera me daría cuenta que había estado aquí, «será como si nunca me hubiera movido de mi casa», me dijo. Se lo tomó tan bien que me propuso preparar una cena de despedida, para agradecer mi hospitalidad, dijo, para demostrar lo agradecido que estaba.

Después del trabajo, pasé al supermercado y compré una botella de vino. Llegué a casa y todo estaba listo. Descorché la botella y bebí una copa, él no quiso beber, «no he comido nada», me dijo, «si bebo un trago se me irá a la cabeza». Pero yo no tuve la misma precaución y tras volver del baño me bebí la segunda copa y me sentí un poco mareado. Cenamos. Estaba contento de que se fuera, eso no podía negarlo, en una o dos horas más me iría a dormir sin interrupción durante toda la noche. Pero también estaba contento de haberlo ayudado. Se le veía bien, se había cortado el pelo y la barba en la misma barbería a la que solía ir yo. Había ganado un par de kilos y ya no parecía el tísico que cruzó la puerta de mi casa perseguido por desconocidos y el desprecio de mi hermana. Estaba bien gracias a mí y después de la cena ya no sería mi problema.

Nos terminamos de beber la botella sentados en el sofá. Recuerdo que en un arrebato de confianza le pregunté si creía posible volver con Julia, pero lo único que hizo fue apurar la copa, mirarme a los ojos y encogerse de hombros. Tras unos minutos de silencio brindamos por todo lo que alguna vez habíamos perdido. Después de eso se puso de pie, me estrechó la mano y yo me quedé dormido en el sofá.

A las cuatro de la mañana, abrí los ojos y disfruté el silencio de la noche. No pude evitar sonreír antes de volver a dormirme. Tras un tiempo que no consigo precisar me despertó, no el ronquido bestial de todos los amaneceres, sino que un murmullo tenue tras la puerta de entrada y luego tres golpes que reventaron la cerradura.

Yo hice lo que había visto en las películas que había que hacer en casos como ese, pararme, levantar las manos y gritar que ya no estaba ahí, que se había ido. Seguí gritando desde el suelo, con mis manos en la nuca y una bota sobre mi espalda, hasta que lo vi salir de mi pieza, hablar con uno de ustedes y apuntarme con el dedo.

En ese instante creí comprender lo vivido en las semanas anteriores, pero no fui consciente de lo que realmente estaba ocurriendo hasta que me di cuenta que llevaba puesta esta ropa, hasta que distinguí los restos de sangre entre las fibras, hasta que sentí el olor de esta sangre que no sé de quién es, le juro que no sé de quién es, yo soy inocente, a él es al que buscan, al que dejaron en mi casa, yo sería incapaz de hacerle daño a alguien, créame, por favor, yo nunca habría podido hacer algo tan terrible, señor, nunca, y menos a ella.

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