Tras romper de la manera en que lo hicimos, no pensé que la volvería a ver. Me había costado muchos años convencerme de que Sara y yo ya no estábamos juntos y que no volveríamos a estarlo. Fue una ruptura sin acuerdo. Al principio no lo entendí. «¿Cómo me ha podido dejar así?», me pregunté durante los primeros meses. Quería llamarla pero sabía que no cogería el teléfono. Al final comprendí.

Me desperté mucho antes de que la alarma del móvil empezase a sonar. Me incorporé y me mantuve sentado durante unos segundos. El día anterior había preparado la mochila con las cosas que quedaban de Sara. La ropa que iba a usar para la jornada estaba lista en la repisa de la cómoda. Una camiseta ancha de manga corta azul marino, tejanos, zapatillas deportivas, un bloc de notas y el collar de amatista que Sara me había regalado tiempo atrás.

Me duché con calma. El calor del agua me hizo recordar la ausencia de sensibilidad en la parte derecha de mi rostro. Recorrí con los dedos la cicatriz de la mejilla que descendía hasta llegar al cuello. Al salir de la bañera, evité todo contacto visual con el espejo. Aun así, como cada día, me imaginé cómo se vería. La piel rosada con surco enorme que en mi mente se dibujaba más grande de lo que en realidad era.

Me sequé y me vestí sin ninguna prisa. Desayuné unas tostadas con mantequilla y me encaminé a la estación. Había realizado el mismo trayecto muchas veces mientras estaba con Sara. Ella vivía en otra ciudad, y hasta que no decidimos que me mudaría con ella lo tomaba casi cada fin de semana. Al pasar por el bar La Tasca pude escuchar el fragmento de las noticias en la radio, «Se cumplen diez años…». Mi respiración se cortó. Las piernas amenazaron con detenerse y obligarme a dar la vuelta para volver casa, a mi rincón seguro. No había subido a un tren desde hacía diez años y, solo la nostalgia de ella, me hizo continuar hacia delante.

Llegué a la estación y tras esperar escasos minutos apareció sobre las vías el monstruo de acero. Se detuvo con los chirridos propios del metal. La puerta de acceso al vagón en el que iba a viajar quedó frente a mí. Me quedé observando el interior del tren, allí donde solo hay un diminuto recibidor, enmoquetado en azul con trazos amarillos. Lo observé sin moverme ni un ápice, de pie y dos pasos detrás de la línea de seguridad. Tomé aire y entré. Después de cruzar la puerta ya no sentí angustia alguna, mis músculos se relajaron y pude respirar con normalidad.

Todo era tal y como lo recordaba: la moqueta, los asientos, los controles del aire en el falso techo, y el mismo espacio para dejar el equipaje.

Tras depositar la mochila en la zona inicial del vagón me interné por el pasillo que se formaba entre los asientos. Estaba vacío por completo. Me acomodé en mi sitio y esperé impaciente a que el tren iniciase el trayecto. Tres horas de viaje hacia un reencuentro. La saliva se agolpó en mi garganta como un tapón de corcho en una botella vieja.

El tren se puso en marcha y me agarré a los reposabrazos de forma inconsciente. Al internarse en el túnel, el reflejo de la ventana sobre el fondo oscuro me devolvió el escenario grotesco de mi cara. No aparté la mirada esta vez. Era parte de mí, y aunque deseaba que la cicatriz no estuviese, la acepté por primera vez.

A los pocos minutos, al salir del túnel, descubrí el paisaje verde con las montañas de fondo. Me quedé absorto contemplándolo. Llevé la mano al colgante, lo cogí con fuerza, y me dejé transportar por el tren.

Pasado un rato, me puse en pie y me dirigí al vagón-cafetería, tal y como había hecho todas y cada una de las veces que había viajado en tren. Todas, excepto una.

Al llegar escribí sobre un papel: «Café con leche, natural, para llevar», y se lo enseñé a la azafata. Miró el papel y luego me miró a mí, su gesto era el mismo que el de la mayoría de gente cuando les entregaba un papel escrito.

—¿Natural? —me preguntó al fin tras leerlo.

«Del tiempo» rectifiqué sobre el papel.

Volví a mi asiento con cuidado de que el café no desbordase. Observé que en los demás vagones viajaban otros pasajeros, yo prefería mi vagón, vacío, sin nadie que me molestase.

Al abrir la puerta que daba a mi vagón, el tren dió un frenazo brusco que me hizo tambalear. Perdí el equilibrio y caí sobre el asiento derecho. El tren se detuvo del todo y cuando me incorporé, la ví sentada frente a mi butaca. El café se derramó por el suelo, y me dió igual.

No me sorprendí al verla. Ya me la había imaginado en alguna ocasión: a veces, sentada en el sofá; otras, dormida en la cama; y algunas leyendo en su despacho. Su pelo era del mismo azabache, sus ojos marrones seguían llenos de vida y su expresión amable se había mantenido intacta a pesar de los años. Incluso el ángulo de su nariz, desviado por un golpe durante su infancia, mantenía el mismo trazado. Me senté frente a ella y me dedicó una sonrisa. Se la devolví.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Vuelvo a casa —me contestó—. ¿Y tú, adónde vas?

—A verte.

—No sé si estaré muy guapa —se rió.

Yo me reí con ella y me encogí de hombros.

—¿Cuándo nos ha importado eso?

Ella se encogió de hombros también y acercó la mano a la cicatriz de mi cara. Hice ademán de apartarme, ella se detuvo y evaluó mis ojos con la mirada. Cuando relajé la mandíbula y bajé las cejas, entendió que no la retiraría y terminó de acercarla. Acarició todo el trazado, desde la mejilla hasta el cuello. El tren se puso en marcha y empezó a avanzar muy despacio, de no ser por el ruido, habría creído que seguíamos quietos.

—Aún llevas el collar —dijo sorprendida—, deberías tirarlo.

—Tenía pensado devolvértelo.

Sara asintió con la cabeza y miró hacia el exterior. Yo seguí sus ojos. Ambos nos quedamos observando el mismo poste de madera vieja.

—Voy a por un café —dijo al cabo de un rato, cuando el tren empezó a tomar velocidad de forma gradual.

Me limité a asentir. Se levantó para marcharse, y al pasar por mi lado, tomó mi barbilla con la mano y la alzó para acercar sus labios a los míos. Mi respiración se detuvo, el pulso se aceleró y de forma instintiva cerré los ojos.

Al fundirnos en el beso, me hizo sentir de nuevo partes de mi cara que creía muertas. Calidez y humedad a través de la presión exacta entre su ser y mi piel.

Al abrir los ojos me dedicó una sonrisa. Luego se fue en dirección opuesta al sentido de la marcha del tren, en dirección opuesta al vagón-cafetería. No volvió. Yo me quedé boquiabierto, ni siquiera fuí capaz de devolverle la sonrisa.

Cuando el tren llegó a la estación, mi pulso y respiración aún seguían agitados. Cogí la mochila y al salir del vagón, tomé una larga bocanada de aire.

Salí de la estación y caminé a Rosas Rojas, la floristería del pueblo. No era la primera vez que estaba en el pueblo, pero de algún modo no tenía recuerdos nítidos de las casas pequeñas que lo conformaban. Entre en la tienda, era un local repleto de flores y árboles plantados en macetas de arcilla.

Al verme, Eva se acercó hasta colocarse frente a mí. Los pliegues de su piel se habían acentuado con el tiempo y el peso de la edad la obligaba a encorvarse. Lo que no había cambiado eran sus ojos, llenos de condescendencia cuando me miraban

—¿Te pongo unas rosas rojas, como la última vez? — dijo con delicadeza.

Negué con la cabeza. Se sorprendió. Luego le señalé con el dedo hacia una margarita en concreto. Ella asintió y la tomó para empezar a prepararla. Cuando fui a pagar me negó con la mano. Me entregó la margarita y yo incliné la cabeza agradecido.

Salí de la tienda y me puse en camino. Recorrí unos cuantos kilómetros por el sendero de tierra que discurría paralelo a las vías del tren.

Al llegar, caminé unos metros más hasta llegar al poste de madera.

Era un poste antiguo, viejo, seco por el sol y barnizado infinidad de veces por la lluvia. Aún estaban los adornos que envolvían las rosas de la última vez que había estado allí. Retiré el alambre que las sujetaba y los adornos con él. Me quité la mochila y la dejé apoyada contra el poste. Desabroché el collar que un día me había regalado y lo até a la madera, apoyándolo sobre la mochila. Sujeta por el cordel del collar dejé la margarita. Me mantuve un largo rato en silencio.

Tomé el bloc de notas y con la mano temblorosa acerté a escribir: «Adiós Sara».

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