Los asistentes, como no podía ser de otra manera, se entusiasmaban. El predicador, hijo de predicador, seguía predicando, y la ovación y las lágrimas se entremezclaban en la emoción indecible de un sermón interminable. Te mentiría si te dijera que en algunos momentos no me contagié de la alegre intensidad divina. Yo, la atea por antonomasia, cuyas convicciones acérrimas casi se derrumban por el efecto de esa gloriosa comunidad, en la que cantábamos y bailábamos el gospel, nos sonreíamos en cada cruce de miradas, nos recitábamos versos sacro-amorosos agarrándonos de las manos.

Tenías que haber visto sus caras. Sonreían sin parar, porque [se creían que] Dios los guardaba; cantaban, bailaban, alabado sea el Señor, se daban las manos, nos dábamos las manos, cantábamos. Yo no repetía las palabras del predicador, pero si lo hiciera, alabaría a la Señora: esa abogada que te está ayudando en el camino hacia la justicia. Por primera vez me olvidé de todo lo que no estaba entre esas cuatro paredes.

Es por eso que casi creí en Dios(a) en aquel edificio destartalado de Brooklyn. Huí hasta allí porque Manhattan me dolía demasiado: los rascacielos, que siempre me han apasionado, se me dibujaban como

F F F

A A A

L L L

O O O

S S S

Y los cuadros de Frida representaban tu lucha (nuestra lucha, qué carajo).

Y la calle Mercer me recordó a cuando Ana Mendieta se

«C

A

Y

Ó»

del piso 34.

Y aún no hay estatuas con nombre de mujer en Central Park.

Y el edificio Dakota cobija a una Yoko Ono culpabilizada, invisibilizada, ninguneada.

Y.

Me habría encantado llamar a tu abogada a ratitos, para que nos hiciera justicia a todas (a todas: a las del presente, pero también a las del futuro y, ojalá todopoderosa, a las del pasado): una Diosa justiciera que nos vengue por los crímenes acometidos durante siglos y siglos. Quiero que esa Abogada sea nuestra Señora, nuestra Diosa, y que en el juicio consiga castigar a ese diablo que decidió dañarte, hijo de un sistema que es el mismo Diablo, lleno de diablos juzgados por diablos que arguyen estratagemas para perpetuar sus diabluras.

Pero, querida sobrina, no solo pienso en ti en los momentos negativos, no te creas. Brooklyn se convirtió en mi refugio desde que vi The Dinner Party, y te quise a mi lado más que nunca.

Sojourner Truth.

Sacajawea.

Anna van Schulman.

Christine de Pisan.

Etceterísima.

Solo Diosa conoce el martirio de aquellas mujeres, con las que Judy Chicago hizo {algo de} justicia. ¿Tú ya la has visto, Gabriela? (Pese a tener solo dieciséis años, has conocido tanto que ya me pierdo.) Algún día la disfrutaremos juntas: esta comunidad de bellas representaciones de vaginas nos aliviará un poquito el suplicio, aunque no cantemos tanto ni tan bien ningún Gospel.

Y fue justo después cuando entré a aquella iglesita guiada por los cánticos que resonaban desde el exterior, aunque no conseguí aguantar toda la arenga: el tonito sermonario logró desquiciarme. Esa gente se refugia para escapar de un exterior donde la policía dispara según el aspecto físico; pero al final es una ficción: un lugar tan resguardado y tan sagrado como en el que te pasó a ti todo eso. Y sentí que me ardían los pechos y tu carita se me apareció con fuerza y me dijiste que me fuera, que era mentira, que ningún lugar es seguro, que era mentira, que ningún lugar es seguro, todo mentira.

La lluvia de fuera me llenó las gafas y los pensamientos de gotitas. «Gabriela, Gabriela», pensaba. «¿Cómo estarás, Gabriela? ¿Estás en un lugar seguro? ¿Hay algún lugar seguro? ¿O has dejado de creer en ellos?». Y pensaba en la Diosa y deseaba con fuerzas convertirme en su predicadora y quería que te ayudara.

Me noté de repente una acuciante humedad en la entrepierna: inevitablemente, la sangre había invadido mis bragas y mis leotardos. Oh, no: el vestido bermellón se había teñido de un rojo más fuerte. ¿Y la silla? Le rogué vehementemente a Diosa haber dejado un asiento libre de menstruación.

Casi llamo a Roger para anular la cena en Manhattan porque desbordaba sangre, pero se me apareció tu carita de nuevo, Gabriela, y me regañó por dejar que una manchita de nada me arruinara los planes de la última noche neoyorquina.

El lavabo de Roger y Beatrix estaba averiado. {Mecagüen Diosa.} Los juguetes de su nena yacían desperdigados por la bañera. Beatrix me dijo que usara el fregadero de la cocina, hasta arriba de cacharros. Ella habría entendido perfectamente lo del desbordamiento, pero no quise molestarla más: ya tenía bastante con el catarro, el embarazo complicado y la nena saltándole sin tregua alrededor. La maniobra con la copa siempre implica manos ensangrentadas, y no estaba dispuesta a lavármelas ni sobre los dinosaurios de goma en la bañera ni sobre los platos apilados de la familia. Una vez más en mis veinte años menstruando, tuve que improvisar una compresa con papel higiénico y, por si las moscas, me senté en el suelo para no manchar ningún tipo de tapicería.

Insistí en partir, porque Beatrix tosía sin parar y se quejaba del tripón —y porque quería cambiarme—, pero nos costó arrancar. Tú te habrías puesto de los nervios: mientras Roger hablaba y hablaba, Beatrix atendía la nena y fregaba los platos sucios, a pesar del nefasto catarro y de aquel feto que llevaba meses presionándole los nervios. Yo intentaba distraer a la nena, pero lo único que la atrajo hacia mí durante más de diez segundos fue aquella torre de peluches que me dio por hacer y que más bien parecía una orgía animal.

Tuve que limpiar el suelo con disimulo y con saliva antes de marcharnos. (Siento ser un ejemplo desesperanzador; tú eres más organizada: ojalá consigas aprender a controlar mejor el sangrado.) Llegamos por fin al restaurante y bajé al baño ipso facto, augurando un paraíso de pulcritud, váteres y lavabos, pero había una de esas personas que te echan jabón y te abren el grifo y te dan toallas con la cabeza gacha, como si una tuviera muñones o como si una estuviera a favor de la servidumbre. Me cambié el pañalcompresapapelhigiénico y no me hurgué en los adentros para extraerme la copa, vaciarla y ponérmela de nuevo. ¿Qué iba a hacer, Gabriela? ¿Ir con las manos ensangrentadas para hacerle pasar un mal rato a esa pobre criada a la que ni le dejé una propina? (Como siempre, no tenía ni un puñetero dólar en el bolsillo.) Para disfrutar de la cena, aposté por apretar los chacras y no beber tanta agua, como si tales trucos de pacotilla funcionaran.

Pero eso no fue lo peor que me ha pasado en el viaje, Gabriela: ayer en Central Park, una muchacha argentina me pidió que le sacara una foto. Por intentar entablar una conversación, le pregunté si había venido solita a Nueva York. Solita. Yo también viajaba sola, pero quedó fatal. La argentina me transmitió el desdén que merecía con los ojos —«¿le dirías a un tipo si vino solito?»— y se despidió rápida, abruptamente. Por primera vez, no quise que estuvieras a mi vera, porque te habría avergonzado (la ensoñación de tu carita se me apareció, claro, sonrojada).

Luego deambulé por el East Village con la ensoñación de tu carita persiguiéndome. Se me hace inevitable: en cada esquina plañidera me imagino tu pena y tu rabia y tu dolor y tu impotencia y no puedo parar de pensar en ti y no soporto la impotencia ni el dolor ni la rabia ni la pena que me inundan. Me sentía completamente minúscula y ninguneada: decidí parar, respirar, mirar al cielo y escuchar música, en otro de los tantos intentos de abotargar mis pensamientos. Pero de repente saltó Sunshine of Your Love y tu dolor se mezcló con mis propios recuerdos. A mí no me pasó en el grupo de la iglesia, como a ti, sino en el portal de mi casa. Sí: a mí también me violaron, Gabriela. Y también me sentía culpable. Y también conocía a mi agresor: era mi novio. Me llevó a casa un día que me emborraché demasiado y, a cambio, me forzó antes de morir en mi habitación, porque me lo estaba pasando muy bien con mis colegas y no me puedes decir que no, porque he tenido que pagar un taxi para ir a buscarte, no me puedes decir que no, porque cómo me vas a dejar así, no me puedes decir que no, no me puedes decir que no, NO ME PUEDES DECIR QUE NO. Fue él quien me pasó esa canción, que aún conservo en mi colección de música, y que siempre me recuerda (in)conscientemente a él y a su fuerza.

Aquel hombre que se masturbó en el vagón vacío del túnel de metro más largo del mundo nunca me pasó ninguna canción, así que solo se me asoma en los recuerdos cada vez que estoy sola con cualquier hombre en cualquier vagón de cualquier metro de cualquier mundo. Tampoco tengo ninguna canción que me recuerde a aquel compañero de clase en el instituto que me estampó contra el muro cuando rechacé ser su novia, porque no puedes ser tan simpática conmigo si no quieres nada más. Alguna canción en francés me recuerda a veces a David, quien rompió mi televisión a golpes al darse cuenta de que las únicas opciones pornográficas estaban codificadas. Y no es una canción, sino la sidra, la que me recuerda a aquel desconocido que me agarró una teta cuando me sujetaba el pelo mientras vomitaba. Por eso me dolió cuando me dijiste que había sido tu culpa, Gabriela, porque nos hacen pensar que siempre es nuestra culpa, incluso cuando no hacemos nada. Está muy bien tramado, ¿verdad? Al menos tú lo has denunciado, Gabriela, no como yo, que no he hecho nada y ya no creo que lo pueda hacer.

Dice la canción que voy a estar pronto contigo, mi amor, que llevo mucho tiempo esperando, que estoy contigo, mi amor, sigue, los dos solos, que voy a quedarme contigo, cariño, hasta que se me sequen los mares. No me explico por qué sigo conservando Sunshine of Your Love. Le Tigre, Ana Tijoux, Excuse 17 y las demás me empoderan, pero me olvido masoquistamente de borrar las canciones hirientes. ¿Será porque recordar las heridas pretéritas nos hace más fuertes?

Las cicatrices nos hacen más cautas, desde luego.

Y entonces entendí que mi ex era otro predicador más que tergiversa la Palabra {de Cream}, cuya letra dibuja en mí una cicatriz imborrable; que ellos, los violadores, o se dejan llevar por el Diablo —y por Dios— o son el Diablo —y se creen unos todopoderosos—, y en cualquier caso merecen ser castigados; que nos han violado y nos violan, pero que en algún momento del futuro no nos violarán nunca jamás, Gabriela, ya lo verás: las violaciones no serán nada más que parte de la historia macabra perpetuada por el Hombre [Hombre como sinónimo de hombres, no de Humanidad]. Alabada sea Diosa, diremos. Alabada sea la Señora.

Mi cadena de pensamientos se desviaba sin cesar, irremediablemente, hacia la argentina solita y Beatrix —que también estaba solita—, porque así evitaba acordarme de tus horrores, Gabriela. Aquellas mujeres tan solitas seguramente también sean las sobrinas de alguien. Y yo, yo también estoy solita. Y tú, Gabriela, también estás solita. Todas estamos solitas cuando estamos solas, pero tenemos derecho a estar solas y nos gusta estar solas y nos merecemos poder estar solas. Y nos tenemos las unas a las otras, que no se te olvide: nunca estaremos solas cuando nos necesitemos.

Vuelo en un rato a casa. El ~juicio final~ es la semana que viene —y quizás se celebre antes de que te llegue esta carta: el correo ordinario se me antoja mucho más romántico—. Ante todo, te pido que cruces los dedos, Gabriela: cruzar las piernas nunca nos sirvió de nada.

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