Filosofía en tiempo

Filosofía en tiempo

Nasuta

03/05/2019

Se pasó el lápiz azul por el ojo y acabó de retocarse el pelo mientras se miraba en el espejo. Echó un vistazo a su aspecto antes de salir al pasillo y se sintió orgullosa de sí misma quizás por última vez. Su madre, ansiosa por el tiempo, que parecía haberse precipitado tanto desde que su hija se hizo mujer, le indicó con la mirada que debían apurarse. Antes de salir, María recordó, como en tantas otras ocasiones, la gran carga que pesaba sobre sus hombros: ella, como otras muchas chicas de su edad, disfrutaba exhibiendo el encanto de la juventud a través de bonitos vestidos, pantalones ajustados y hermosa bisutería. Sin embargo, también, se sentía demasiado comprometida con la realidad, con el continuo suceder, necesitaba pensar sobre todo y ansiaba saber, o, al menos, conocer. En ella se aunaban la picardía sensual y el deseo por el conocimiento, la elegante coquetería y la seriedad de una estudiante modélica. Y esa doble peculiaridad la convertían en una absoluta incomprendida en los ámbitos en los que desarrollaba su vida. Se negaba a vestir como una intelectual desenfadada para aparentar que estaba por encima de todo y todos, para fingir que no le interesaban las cosas y no parecer una mujer sometida a las convenciones y a los hombres. Por supuesto que le importaba la opinión de los demás, sobre todo de los hombres, por supuesto que se preocupaba por gustar, por supuesto que era mujer. Pero también se negaba a perderse en grandes discursos, a tener que olvidarse de sí misma para teorizar. Por eso, María estaba irremisiblemente condenada a sufrir, pues reunía dos rasgos socialmente envidiables: belleza e inteligencia. ¿Hallaría en algún momento a alguien que valorara su propio castigo? ¿Le sería útil alguna vez? ¿Se sentirían otros, como ella, más allá de su tiempo? María nunca se preguntaba si llegaba a tiempo, sino que más bien entendía que le sobraba tiempo, tiempo histórico, época. Se sentía de otro momento, de un instante donde el mundo se libraba de sí mismo, donde se cumplía aquello del fin de la historia. A veces María deseaba retirarse, aislarse, porque sabía que ya estaba perdida, pues conocía poco, pero la conciencia de lo poco que conocía dolía demasiado. Podría gritar al mundo el secreto, pero resultaba demasiado cruel que el resto se hiciese cargo de la realidad, que se comprometiera con la inmensidad de la finitud. Sin duda, María tenía miedo, pero más allá del miedo estaban la pasión, las ganas por seguir deseando, por querer descubrir, por hacer de lo apriorístico un problema profundo. Todos esos pensamientos la habían acompañado a lo largo de su carrera universitaria que, en ese preciso momento, iba a despedir con tristeza. Salió del servicio con su madre y se dirigió hacia el salón donde se celebraría el acto. Mientras caminaba con sus altísimos tacones rojos, recordaba las risas en los descansos, el miedo del primer día, las lecturas en la cama, las estimulantes clases de aquel profesor que tanto le atraía, las múltiples dudas que surgieron y las pocas certezas que se intuyeron. Su mente, unida irremediablemente a aquel lugar, se lamentaba por despedirse de aquella etapa especial; su cuerpo, deseoso por permanecer allí, se dolía inquieto por la separación. No sólo acababa un grado de su vida, sino que decía adiós a personas y, antes que nada, se despedía de las lecciones más interesantes que podía imaginar. Pero, con todo, se dirigía orgullosa hacia la sala. De repente, como si de una vocación desesperada se tratara, sintió que alguien la miraba, o, mejor, la contemplaba, la reclamaba. Pero no se giró a buscarle, a contestarle, por miedo. Sintió que era una llamada del entusiasmo mismo, de la necesidad de no abandonar, era el grito de la filosofía que le pedía que se quedara. Todo eran caras expectantes y falsas sonrisas, disfraces que ocultan y a veces desvelan demasiado. Desde la tarima observaban el Decano, la Vicedecana y demás autoridades, aunque María los reconocía como el profesor de Hispánica, el de Metafísica y la siempre malhumorada señora de Secretaría. A ella le sobraban todos, sólo ansiaba que aquel profesor tan atractivo acudiese al acto, quizás así podría conseguir un par de besos, como aquellos primeros en la defensa de su proyecto. Por alguna extraña razón, María creía que se sentiría orgulloso de ella, aunque eso sólo fuese una maravillosa fantasía. De repente oyó su nombre y de un salto acudió a recoger su diploma. Cuatro años de esfuerzo, lecturas y entusiasmo resumidos en una hoja de papel y un acto al que ni siquiera habían acudido sus profesores más queridos. María movía su cuerpo de forma sensual casi sin darse cuenta, nunca fue consciente de ello, aunque sí de las miradas. De algún modo, siempre se hacía distinguir en los grupos donde se relacionaba, decía lo que pensaba y eso no dejaba indiferente a nadie. Era una chica de pueblo con demasiado fondo de armario y muchos sueños caros. No obstante, por la formación cristiana imperante y, seguramente, también por su tendencia natural a la compasión, se sentía de lo más normal y no creía estar por encima de nadie, aunque lo cierto era que solía ser tan exigente con los demás como con ella misma. María era, sin duda, una mujer de otra época. A menudo se sentía triste, como si pesaran sobre ella años de historia, grandes decisiones e insuperables desengaños. Sin embargo, a sus veintidós años su vida había sido absolutamente común, repleta de conversaciones irrelevantes, melancólicos domingos y largos estíos de hastío. Pasaba los veranos interminables esperando las primeras gotas de septiembre, la lluvia le olía a cuadernos por estrenar y lápices nuevos, el naciente frescor de las noches, que anunciaba el final de las vacaciones, era testigo del fin de la lectura de un libro y el comienzo de otro. A veces María soñaba con escribir o estudiar música, sentía dentro de sí que debía hacer algo significativo, que quería superar la mediocridad del pensamiento general, débil e ingenuo. Ése había sido, indudablemente, uno de los motivos por los que había salido, por fin, del eterno retorno que experimentaba su vida y había tomado por primera vez una decisión propia: estudiar Filosofía. Cuando llegaron las fotos de grupo, hechas para conmemorar el gran día, María volvió a sentirse ridícula, sabía que cuando las mirara experimentaría, como siempre, aquella sensación tan extraña. Era incapaz de disfrutar de las imágenes, pues no podía evitar ver el paso del tiempo en las fotos, la caducidad. Las fotos eran para ella siempre recuerdos, ya desde el mismo momento en que eran tomadas, una reunión de muertos conscientes, ajenos a su propia condición humana. María había experimentado esto por primera vez cuando era muy pequeña, lo cual trajo consigo largas noches de insomnio infantil. La pequeña de ojos magnos y mirada ansiosa, de mente inquieta y cuerpo alborozado, se atormentaba no por haber descubierto la muerte, el hecho mismo de la finitud, sino por la irresponsabilidad de las personas que le rodeaban, pues parecían no hacerse cargo de su circunstancia primera. La ingenua niña de tez morena se debatía entre llorar y gritar a todos esa extraordinaria verdad humana. ¿Sabrían esos compañeros despreocupados que esa circunstancia original era más que una condena, que era una oportunidad? María imaginaba que le separaba un mundo del resto de personas y un universo entero de sus amigos. Había oído hablar sobre el pecado original en la familiar iglesia del pueblo, ¿no sería ese cuento, precisamente, una metáfora explicativa de eso que ella había intuido? ¿Por qué tenía que redimir ese primer pecado continuamente, por qué tenían que pedir perdón todos ellos y asumir una culpa absurda? ¿Y si eso era, justamente, el regalo de ese Dios que decían es amor? Todos esos pensamientos hacían que la joven desprendiese un aire de misterio que no era sino una actitud de continua búsqueda. Buscaba, quizás, otra alma consciente, y por tanto, triste, con quien compartir sentimientos, con quien poder reír por fin. Había interpretado a su modo el mensaje de Shakespeare, comprendía perfectamente a Romeo y Julieta, y ella prefería mil veces morir por y con alguien que alcanzase a ver más allá de su fondo triste que vivir rodeada de miles de personas vacías. El domingo María aún sentía la agitación de la fiesta de graduación. No era amante de los excesos, así que la pesadumbre no era por haber bebido demasiado alcohol o por haber bailado hasta romper los zapatos, el exceso había sido de compañía, de gente. Pero ella sabía que lo que saldría de la resaca social no sería algo malo, conocía perfectamente qué debía hacer para superarla. Y entonces se puso a escribir…

Llegó el primer encuentro y María se encontraba nerviosa como siempre que ya se había decidido de antemano por la opción más peligrosa y sin embargo se mostraba indecisa para no aceptar su responsabilidad. El portal era precioso y anunciaba lo que, sin duda, era una casona antigua que ella jamás podría permitirse. Pensó que quizás debía salir corriendo en ese instante, todavía estaba a tiempo de no traspasar aquella puerta, pero una parte de sí no quería quedarse con la duda. La duda, la incertidumbre, aquella compañera sempiterna que le había llevado a interesarse por tantas cosas, pero que ahora le haría dar el paso definitivo tras el que nunca más volvería a ser la misma. María no creía en las esencias, en el sí mismo, por eso, aquello que jamás habría hecho la María que todos conocían se le antojaba un reto, pero sobre todo un modo de demostrar que no podía mantener la fidelidad a una identidad que, en realidad, no existía más que como multiplicidad.

Se resituó el sujetador, que guardaba unos pechos discretos, como a ella le gustaba decir, y se preguntó, como siempre, si algún día aquellos pechos pasarían a ser un poco menos moderados. Sin embargo, para consolarse, así como su abuelo fantaseaba con la idea de que el perfil griego denotaba inteligencia, María se reconfortaba creyendo que las mujeres de pechos descomunales tenían una inteligencia, por contra, más prudente. No solía ser demasiado determinista, pero en este sentido, tendía a creer que la naturaleza las llamaba a la maternidad más que al estudio. Algo curioso, pues ella se moría por ser madre.

Se encontró, casi sin darse cuenta, ante un hermoso jardín que señoreaba el centro de la antigua casa de vecinos. Cultiver le jardin, pensó cándidamente, trabajar sin razonar, quizás eso debía hacer para siempre, y no desear nunca más. Sin embargo, aquel hombre se le antojaba una auténtica promesa de Edén. Respiró profundamente y se sintió de repente muy sola. La verdad era que nunca creía estar demasiado acompañada ni segura, pero en aquel instante le recorrió un sentido aún mayor de soledad, quizás porque sabía que aquello que iba a hacer no podía ser contado. En cierto modo, eso le consolaba, pues, aunque sentía unas ganas inmensas de llevarlo a cabo, pensaba que si no lo decía en voz alta, si no se verbalizaba, no sería cierto. Si la carne no se hacía verbo, todo estaría en orden.

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