Esta mañana escuchó en el noticiero, mientras bebía un largo trago de agua helada para reponerse del festín que acababa de celebrar con Clarita en la cama, que este estaba siendo el invierno más suave de los últimos diez años. Se lo dijo a Clarita al volver a la habitación. Ella subió los hombros y al cabo de unos segundos dijo: «¡No joda!, si eso es suave, ¿cómo será un invierno duro?», y le dio la espalda con repentino pudor, para que no pudiese verla mientras se colocaba el sujetador. Badi pensó que Clarita todavía no lo amaba, de lo contrario no se sentiría incómoda en su desnudez post sexo frente a él. «¿Cuándo te vas a enamorar de mi, joder?», quiso preguntarle. Pero no lo hizo. Por supuesto que no lo hizo. En cambio, dijo:
-Me hace mucha gracia esa expresión tuya.
-¿Cuál? -respondió con indiferencia mientras se ajustaba el reloj en la muñeca derecha.
–No joda.
-¿Qué tiene?
-No tiene nada. Es graciosa. Por el contoneo de las palabras, por como lo dices. No joda, y te quedas en la «jo», la alargas, la gozas. «No joooo-da».
-Tú lo que estás es loco -le respondió con media sonrisa mientras escribía un mensaje en su celular.
-Estoy…
Y quiso saber si la sonrisa era para él o para quien le escribía. Eso, obviamente, tampoco iba a preguntarlo. Ahora estaba medianamente celoso, y también estaba excitado nuevamente; el sutil rechazo de Clarita, la pequeña crueldad que le dirigía al negarle el derecho a mirar su cuerpo, la repentina inaccesibilidad de esa piel que acababa de lamer, morder, acariciar, penetrar, devorar… lo resentía y lo encendía en igual medida. Además, esa sonrisa mientras tecleaba… esa sonrisa. Pero no habría segunda parte esa mañana. En realidad nunca la había. Ella se lavaba y se vestía rápidamente; él se daba una ducha, armaba un porro de marihuana que fumaba sin ganas y corría al trabajo.
Las escaleras mecánicas del centro comercial estaban atestadas y allí de pie podía ver la fila de personas que se había hecho en su restaurante, esperando mesas disponibles para ordenar una enchilada, o burrito pastor, o unas carnitas. Respiró hondo como cada sábado cuando el reloj marcaba la una de la tarde menos cinco minutos, dejó atrás las escaleras y pidió permiso a los indecisos que, detenidos, miraban hacia uno y otro lado en búsqueda del restaurante indicado en la feria de comida, y se dirigió con rapidez y ya con la sonrisa puesta hacia su puesto de trabajo.
Sus ojos verdes -enrojecidos- centelleaban al saludar a sus compañeros por la ventana que comunicaba el pasillo de entrada y la cocina. Siempre había considerado muy interesante la distribución de este local, porque los clientes al entrar tenían que pasar necesariamente por la cocina y tenían la posibilidad de mirar hacia adentro, a donde ocurría la magia… quizás eso imprimiría cierta confianza, cercanía y buena energía al sitio, y quizás por eso estaba posicionándose como uno de los sitios favoritos de los locales y visitantes que acudían al centro comercial, especialmente durante el fin de semana. Después del saludo y con la sonrisa intacta, entró al cuarto de baño, se quitó su chaqueta y su camiseta, se colocó la camisa verde aceituna del uniforme, se ajustó el delantal a la cintura, y salió, justo cuando el puño de Fernando se batía contra la puerta para exigirle que saliera. Era la una de la tarde con dos minutos.
-¡Otra vez tarde, che!
Respiró y sacó su mejor arma: su encanto.
-No se repetirá jamás, nunca jamás.
-Dale, ponete a laburar. Estamos llenos. Va.
Entonces hizo lo que sabía hacer tan bien. Acercarse a las mesas, dirigir bromas muy bien hechas a los comensales, combinando confianza con respeto y picardía con ingenuidad. Simplemente lo adoraban. Podía flotar entre las mesas ganándose la simpatía de chicos, ancianos, parejas y hasta de los que cansados de esperar a una pareja que no llegaba se dignaban a comer en soledad. Explicaba como si realmente lo supiera la idoneidad de cada plato, y cuando solicitaban su opinión personal era un maestro en hacerles agua la boca con sus descripciones. Por supuesto, manejaba con gracia la bandeja cargada con tres, cuatro, cinco platos calientes y pesados, y también llevaba la batuta en lograr la meta-competencia de todos los camareros de este sitio: hacer que los clientes pidieran pan con ajo como entrada. Y cada vez que se lo pedían, se acercaba triunfal a la cocina y vociferaba:
-¡Otro pancito de ajo, babies! ¿Quién es el rey? ¿Quién es?
Lo que le seguía desde la cocina eran aplausos y risas.
Pasada la algarabía del almuerzo, cuando eran las tres y treinta minutos de la tarde, Badi limpiaba una de las pocas mesas que continuaban ocupadas cuando observó la sonrisa de su compañera Raquel, quien le dijo desde lejos y solo con los labios:
-¡Pan de ajo!
Badi soltó una risotada y continuó en su faena. Lo habían conseguido de nuevo, y en gran medida gracias a él. Entonces, sin prisa, montó esta mesa con nuevos cubiertos y manteles, y entró a la cocina.
-Felicidades, man -le dijo Fernando, su jefe, mientras lo palmeaba en la espalda- Otra vez alcanzaron la meta. Hemos vendido 46 panes de ajo. ¡Qué grandes que son! Pedí lo que quieras. Salís a las cuatro y volvés a entrar a las cinco y media, ¿va? Badi asintió y le especificó al cocinero lo que quería para comer.
El resto de la jornada, de las cinco de la tarde a las doce de la medianoche, fue idéntica a cualquier otra de agosto, un mes incontrolable en cuanto a turistas y cantidad de gente derrochando dinero en las calles. Cuando eran las doce y treinta minutos de la madrugada, Badi entraba a su habitación y cogía su cuaderno de poesía y su bolígrafo como cada noche:
No sé a qué huele el infierno, pero tiene que saber a pan con ajo… –empezó.
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