Cuando desaparezcan las mariposas

Cuando desaparezcan las mariposas

Regina Magavaz

05/05/2019

El vuelo de las mariposas es el espectáculo más maravilloso de la naturaleza. Es un remolino de luces en distintas tonalidades que roban tu aliento, con un batir de alas que crea un ritmo tan hermoso como el patrón hipnótico de su cuerpo, que es difícil describir con palabras sin tener que mezclar idiomas, y que pinta en el cielo un cuadro monarca en tonalidades naranjas y amarillas, como si de un volcán en erupción se tratasen, envueltas en un perfecto marco construido a base de líneas oscuras y puntos blancos. Las criaturas se elevan como un único organismo y lo hacen con tanta gracia que convierten la hazaña de volar en una ceremonia que debería ser vista en cámara lenta. El movimiento desprende un sutil pero reconocible polvillo que solo podría ser descrito como producto de las hadas de Nunca Jamás. Es el nacimiento más hermoso del planeta tierra, es el baile de las almas de los seres amados que regresan encarnados, almas que se mezclan y se funden, y se transforman en el punto culminante de las fiestas por Día de Muertos.

Odio día de muertos. Y es todo por su culpa. Su maldita culpa, que me envenena pero me consume al mismo tiempo. A veces, tan solo a veces, me gustaría dejar de sentir estas mariposas en el estómago. Estoy cansada de estas náuseas corrosivas que me quiebran al verlo apartar el velo de la distancia. Estoy harta del encogimiento de mis entrañas al notar que esa sonrisa tan suya no va dirigida a mí. Aunque lo que más me duele y cruje, como una crisálida al ser pisoteada con fuerza vengativa, es la sensación de la digestión de todas las orugas que no llegaron a completar el proceso holo-metabólico, y no tuvieron la oportunidad de eclosionar. Prefiero que el líquido gástrico queme lo más profundo de mi cordura, antes que sentir el cosquilleo de las alas de estos inoportunos insectos en las paredes de mi organismo, antes que el entumecimiento al sentarme junto a él, antes que recordar sus suaves besos de mariposa en cada rincón de mi ser. Es tan hermoso que me duele no poder amarlo. Y a pesar de mi egoísmo masoquista, no puedo esperar que me ame de vuelta. Maldito sea el día en que nos conocimos. Maldito sea el Santuario de Conservación de las Mariposas Monarca.

Dicen que la procesión comienza en algún lugar mágico en Canadá y termina en alguna de las varias reservas naturales entre Michoacán y Estado de México. En un santuario escondido del ojo humano, alejado de la belleza artificial que pudiese opacar su belleza, se encuentra el refugio de los siempre bienvenidos huéspedes, que se alojan en troncos oscuros, tan altos que más que arboles parecen rascacielos, de corteza escamosa, fuerte, troncos que laten al compás del palpitar melodioso de millones de alas que se agitan con una elegancia sugestiva. Todo el bosque tiembla, y nosotros temblamos con él, mientras las mariposas levitan en su propia danza majestuosa, una celebración a sus nueve meses de vida, a la supervivencia de un viaje crudo de cientos de kilómetros, una alabanza a la alegría, al amor y a la libertad. Una corriente eléctrica, que ha inspirado a poetas alrededor del mundo, que compite con la fuerza del magnetismo terrestre que las ayuda a completar su recorrido, nos deja inmóviles aunque a ellas las impulsa a seguir. Se elevan, hasta que las perdemos de vista y la frase “el cielo es el límite” se queda corta. No por nada hemos llamado a los papalotes en su nombre.

Debo de soltar esta cuerda que me ata a una cometa que se ha perdido en un bosque al que me gustaría nunca haber ido. Tengo en claro que no puedo seguirme haciendo esto. Aunque por más que intente asesinar a estas estúpidas bestias, solo consigo que se alimenten con más fiereza de la poca estabilidad emocional que poseo. Porque mientras más intento suprimirlas, más de ellas anidan en mis interiores. Y estoy cansada. Cansada de fingir que este revoloteo desaparecerá, aunque corte mis flores y queme mis bosques y envenene mis suelos, ellas seguirán ahí, cuando su voz me serene y me torture en sueños. No soy (o seré) capaz de deshacerme de ellas. Porque inevitablemente se arremolinarán dentro de mí especímenes de todos los tamaños, formas, colores, y con sus antenas y sus patas, se burlarán de mis lamentables intentos de controlar las ganas de abalanzarme sobre él y formar esa cópula de la que tanto hablábamos. Tenía el presentimiento de que las mariposas no eran crueles al abandonar a su pareja, pero tú y yo no somos mariposas, tú y yo no somos de la misma especie, y tan pronto terminaste conmigo corriste a buscar a otra que fuese tan monarca como tú mismo. ¿Qué tiene de malo ser más una macaón? Pero de un momento a otro, te volviste ciego a mis colores ultravioletas, a las marcas en mis alas, te volviste sordo a mis palpitaciones, inmune a mis feromonas. Así que te lo advierto, con toda la rabia que me mantiene carburando; pienso quemar este bosque.

Dicen que visitar la reserva natural es uno de los placeres más grandes que existen, aunque lamentablemente mucho de ese bosque ya no queda. Se reduce a velocidad alarmante, las moto-sierras interrumpen la canción del batir de alas, del canto de las aves que solían acompañarlas desde sus nidos vegetales, que son arrastrados junto con el follaje verde que decoraba el cielo, los troncos oscuros, y los naranjas, y los amarillos, y los negros. Cada vez quedan menos mariposas, hay menos ejemplares que logran recorrer las mortales distancias que separan la vida de la muerte. Y las que lo logran, están en proceso de perder un lugar llamado hogar. La contaminación auditiva, los turistas con su superioridad extranjera al tirar basura con la idea de que “alguien más la recogería”, los flashes intermitentes, la luz de las ciudades cercanas, el smog. Temo que un día desaparezcan, y que no queden más que imágenes en Internet, que nunca podrán replicar la belleza que les da el ojo humano, de lo que solían ser almas libres. Porque cuando desaparezcan las mariposas, no quedará nada.

Odio este sentimiento, me odio a mí misma por odiarlo, por no ser capaz de aceptar este estúpido pasado que me intoxica. Pero nadie puede seguir así; yo mucho menos. Y aunque me duela, quizá venga siendo hora de que desaparezcan estas mariposas.

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