Estamos en dos mil cuarenta y siete en una gran isla localizada al noreste de Rusia. Era invierno en un lugar donde sólo crecen árboles de hoja perenne. Los campos completamente nevados, los árboles saturados y las calles barridas. Las piedras que asfaltaban plazas y calles, daban tracción suficiente como para impedir resbalones. En la isla había seis pueblos de entre tres y cuatro kilómetros cuadrados; todos ellos bastante distanciados, sin conexión aparente. Nadie se conocía realmente y la situación interna en los pueblos era un tanto surrealista. La gente no solía salir a la calle a menos que fuera estrictamente necesario, los mismos habitantes no sabrían distinguir entre un nativo y un extranjero y la fama era ya algo quimérico. Era falsa y fugaz, todo el mundo pasaba desapercibido por mucho que se diese a conocer; al igual que las relaciones, era algo únicamente imaginario que todo el mundo parecía poder percibir.

He de decir que no estaba tan mal; ya cerca de media noche no solía haber gente en la calle, no había coches y tampoco contaminación lumínica, por lo que se podía ver perfectamente todo el firmamento, y la abundante vegetación entre los edificios de piedra gris apagada y su arquitectura típica de pueblo entre montañas, aparentemente perdido de la mano de Dios, daba paz y tranquilidad. Se respiraba una ataraxia apacible que me hacía olvidar lo sola que estaba y que la concentración que me proporcionaba el frío no hiciese mis pensamientos tan negativos e insoportables.

Personalmente agradezco mucho el ambiente, debido a que me paso la mayoría del día y parte de la noche en la calle, suelo estar siempre en la misma esquina; abajo a la izquierda de la plaza. Tengo un trabajo a jornada completa; a la gente no parece importarle interrumpir el flujo habitual de su vida para detenerse a hablar conmigo, a veces parecen ignorar el hecho de que sea prostituta, pero si alguien para en esta esquina, lo único que ignora es la importancia de la opinión moral de cualquiera que pueda estar observando; aunque saben bien que a nadie le interesa, todo el mundo judga, pero nada que no esté grabado y publicado parece tomarse mínimamente en serio y aun así, cualquier tipo de reacción se desvanece velozmente entre la sobreinformación. El hecho de estar aquí fuera hace que a nadie le importe si lo que hago está bien o mal.

En frente de mí se alza una gran torre de unos sesenta metros de altura y una base de unos treinta metros cuadrados. El templo corona la plaza como reloj-campanario. Es un gran santuario para todas las religiones habidas y por haber; ahora que se toleran y respetan las distintas creencias, la gente ha dejado de ir a rezar y se han perdido todo tipo de costumbres y rituales. A los únicos que veo pasar de vez en cuando es a los viejos cansados de vivir y temerosos de morir. Quizás sólo quieran algo mejor sin importarles las pruebas o la realidad, incluso devalúan su propia opinión. Tampoco son de mi incumbencia las razones que alguien pueda tener para recurrir a cualquier tipo de religión.

Soy cristiana desde que tengo memoria. Dadas las doce de la noche voy a rezar ininterrumpidamente a excepción de un posible cliente inesperado de última hora que nunca suelo tener.

El campanario da las doce y cada golpe resuena por las silenciosas calles de este inhóspito lugar.

Suspiro y busco mi rutina tras la puerta de la torre. Antes si quiera de comenzar a andar escucho unos pasos lejanos detrás de mí. A unos treinta metros por la calle contigua a mi esquina se acerca con paso relajado pero decidido, un chico delgado de talla media, pelo castaño, gafas y una expresión con cierta picardía que rondará mis años, unos veinticinco. Sus ojos marrones dejan cada vez más claro su camino. Me mira a mí, fijamente, a los ojos. Al pasar a mi lado y sin quitarme la vista de encima, me sonríe y sigue caminando. Observo extrañada cómo se va por el centro de la plaza con una mochila negra de cuero a la espalda. Entra al templo y me pica la curiosidad; y la sigo convenciéndome a mí misma de que sólo voy a rezar otro día más. Paso metros tras él y no hay nadie. Habrá subido. Dando bombo a mi excusa me quedo en la planta baja como siempre.

Es un lugar bastante tenebroso, las ventanas son pequeñas, como las del resto del pueblo, los ladrillos son finos, de piedra azabache. Corre el viento, las ventanas suelen estar abiertas. A pesar de esto, el fuego de las antorchas se resiste a apagarse. Me sorprende que las enciendan habiendo enormes lámparas araña en cada una de las nueve plantas del templo. Los bancos están colocados en circulo apuntando hacia afuera. Dos circunferencias concéntricas cortadas por el cruce de dos pasillos. No hay nadie, así que me siento en el centro, en el suelo. Seré algo excéntrica, pero me parece más espiritual. Bueno, puede que sea algo compulsivo.

Me siento y dejo mi bolso a la espalda de un banco. El suelo está frío, llevar un abrigo de piel y pelo no compensa el tener puestas unas mallas finas, pero ya apenas lo noto. Saco un espejo del bolso y me miro.

Dios, no soy ni mucho menos vanidosa, pero ¿por qué ese chico sólo me ha sonreído? Pelirroja, ojos verdes y metro setenta sin tacones. Quiero decir, hago bien mi trabajo, la gente detiene su ritmo de vida por mí. Tampoco es culpa mía verme obligada a hacer esto para sobrevivir, la gente no peca del todo, me mantienen; pero él…. Nunca le había visto por aquí. No puedo decir que me haya ignorado, pero él….

Se escuchan voces lejanas arriba. Pero es ajeno a mí, no me debo inmiscuir. Aunque el estruendo es notable en un santuario, ¿debería subir? Me acerco a la escalera; un cilindro de piedra que sube hasta la campana las escaleras de caracol. Me asomo por encima y no parece haber nadie en la segunda planta y la voz no parece escucharse mucho más clara, debe de estar en uno de los pisos más altos. Mejor me olvido, sigue sin ser cosa mía. Vuelvo a mi sitio, meto el espejo en el bolso y rezo. Rezo por todo lo que creo que es real y se merece su prevalencia en el tiempo.

Me despierto al día siguiente; chocolate con churros, poca cosa para desayunar. Salgo a la calle; bolso, tacones y abrigo. Las horas pasan volando….

Dos hombres hoy. Ojalá supiese el momento exacto en el que van a salir a la calle. Así no perdería tanto el tiempo. Esta vez los polvos han sido mucho más vacíos, al menos para mí. Ellos parecen seguir pensando que soy suya. Siempre he pensado que a veces sería mejor abandonar mi cuerpo mientras hago mi trabajo y volver cuando todo haya terminado. Hoy lo he conseguido, y al ver la situación desde fuera he sentido pena de mí misma. La primera vez he conseguido aguantar el dolor; la segunda me he derrumbado por completo. No puedo parar de pensar en el chico de ayer. Él pareció no verme como un objeto, pareció verme a mí. Me miró a los ojos y me llegó muy adentro. No puedo decir que fuese un momento profundo, no me lo esperaba y estaba muy despistada, pero sentí su sonrisa como un rayo de luz abriéndose paso entre los copos de nieve en un día nublado. Lo creía imposible, lo creía olvidado…

Dan las doce de nuevo y me vuelvo a asombrar con el firmamento. De nuevo en la realidad, miro al frente y aparece por otra calle distinta el forastero de ayer dirigiéndose por la derecha hacia la torre. Se me acelera el corazón y sin pensarlo salgo corriendo detrás de él. No consigo llegar antes de que cruce la puerta, la vestimenta dificulta el avance por las piedras que asfaltan el suelo de la calle. Entro y ha vuelto a desaparecer. Suspiro frustrada y el vaho se ríe de mí. El eco de mi derrota desaparece como aire caliente entrando en contacto con el frío invierno. Me resigno de nuevo a sentarme en el centro de la rutina con decepción. Pienso en lo que hago día a día y en lo que siento cada vez que me repito. No puedo decir que me arrepienta, sigo viva, pero el vacío de dentro ahora me duele. Me siento realmente acosada por el tiempo. Toda mi vida ignorando todo lo que pasaba a mi alrededor por arañar algo de felicidad de la belleza de la naturaleza, del ambiente y pasado un tiempo, también de mi soledad… Supongo que era insostenible para cualquier ego anclado a cualquier dios, aferrado a cualquier idea. No sé qué hago aquí…

Se vuelven a escuchar ruidos desde arriba. Hay más estruendo que ayer; casi parecen gritos. Subo corriendo, esta vez con total decisión. Las escaleras cansan y comienzo a andar a partir de la quinta planta. Llego a la séptima sofocada, con ademán de descansar cuando miro arriba. Se vislumbran destellos desde arriba, las voces se vuelven mucho más nítidas en esta planta y hay dos más arriba. Hay alguien más. La curiosidad me emociona y un escalofrío me recorre todo el cuerpo dándome la energía que necesitaba. Me olvido del cansancio, del dolor y el frío parece desaparecer. Octava, novena planta… Están en el campanario. La extraña luz me deslumbra por completo y cada palabra rebota en las paredes de mi cabeza hasta perder el sentido. Me tumbo sobre los últimos escalones antes de asomar la cabeza, cierro los ojos e intento prestar atención únicamente a lo que dicen.

– ¿Me has traído aquí para eso? Se le escucha hablar al joven.

-Si… Está obligada a pecar y quiero que la saques de la sordidez en la que está sumergida. Un error por negligencia habría sido distinto, ella ha acabado así por su inocencia en una etapa de su vida que le exigía más madurez de la que cualquiera hubiera podido tener. -Retumba con fuerza una voz grave que perpetúa su eco exponencialmente con cada palabra.

– ¿Y qué debo hacer? – Replica el chico.

-Jaden, estás a punto de comprarte una casa en el pueblo del noroeste de la isla, ese sería un lugar ideal para cualquiera, ¿por qué no para ella? – contesta la voz

-Entonces, simplemente… ¿bajo y la invito a olvidar todo lo que conoce?

-Así es. – Resuena- En nombre de Dios.

-En nombre de Dios… qué locura…

– ¿Locura? – Replica Dios, mientras yo intento levantar la cabeza sobre los escalones que me tapan el campo visual. – ¿Y por qué ha venido entonces a la iglesia? Además, está escuchándonos hablar bajo las escaleras.

– ¿Eh…? – El chico va a mirar e intento huir rápida y sigilosamente. – ¡Hey!

Me , el corazón me late a mil.

-Era verdad que nos estabas escuchando… y bien, ¿qué me dices? -Me pregunta Jaden.

-No se…-Respondo en shock.

Miro a su espalda y allí estaba. No lo podía ¡Era un viejo con barba!

Voy corriendo hacia él y antes de articular palabra, tropiezo y caigo de boca.

– ¡Aurora espera! – Grita Jaden por el fondo.

El golpe hace vibrar la campana mientras me levanto aturdida.

-Dios… -conmigo a sus pies, empieza a parpadear y me doy cuenta de que era sólo un holograma. Miro a Jaden decepcionada, suspira; ahora lo veo todo…

Amanece. Es increíble cómo todo ha cambiado tan bruscamente. Todo en lo que creía se ha desvanecido instantáneamente, pero me ha servido para dejar todo atrás y buscar lo que realmente quería. Jaden se fue sin siquiera mirarme a los ojos… Aquella noche salí corriendo de allí, dejé el pueblo y me adentré en el bosque. Ya he aprendido a sobrevivir en la naturaleza y es precioso.

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