Cuando asomé a los baturros céspedes del Valle de las Brujas, provenientes del más allá, aparecieron las huestes de mi parentela espuria y fantasmal invadiendo los alrededores.
Leviafar, El Primer Padre; la extraña madre de Leonardo, Jaranda; Dilva, Milagros y las gemelas Eli y Beli; además de los servidores de Leviafar, indios, negros y mulatos de caras execrables.
Los difuntos del valle ístmico interpretaban una fúnebre música que me heló la sangre en las venas. Y aunque no los conocía, excepto por las historias que de ellos contaban mis abuelos y mis padres, supe que eran ellos los dueños del valle y que se levantaban de sus tumbas a reclamar los territorios maldecidos.
Cantando a unísono, con adormecedores resuellos:
«Te regalo una flor
Tal vez hoy…
Y si la luna te doy
Tal vez hoy…
Te ofrezco mi vida
Hoy, amor…
No hay otro instante en el día
mejor para decirlo que hoy…»
…y volvían de inmediato a ese auténtico frenesí sin nombre…
«Vase insectos a flor
Aire espuma veloz
Hilo prístino su vuelo
Despierta el zumbón
Trae aroma furtivo
Danza y candor
Florece el árbol roca
El cielo de nubes
Ramo níveo
Dulzura es el trino
Del agua del prófugo viento
Sobrevuelo del gorrión
Queda en la rama
El ruiseñor anfitrión
Goza la noche el frescor
La tarde el día
Los instantes…»
Mustias canciones alborotaban los rededores:
«Heme esparciendo semillas en la luna muerta
La piel de la luna es la luz de la vida
Que la luna una la nada y el brillo de Ra
Por los desaparecidos
oh Ra El Profeta
vencido fulge la piedra
Pero en verdad no veo La Luna
¿dónde quedará su figura?
Estoy ciego de ver lo que no veo
Ciego de amor por La Luna
¿dónde está su luz de higuera retorcida?
No escucho su plateada voz en mis noches solitarias
También estoy sordo y enhebrado
En los hilos del destino
No siento que me acarician sus tenues brillos
Ya no soy hijo de La Luna
sólo está conmigo su marea planetaria…»
Creí que estaba delirando por los efectos de La Peste del Tiempo. Pero los muertos venidos de ultratumba, nunca habían sido tan reales, unos por allá danzaban y otros allende cantaban e interpretaban blancos y enigmáticos instrumentos, formando un tumultuoso cotillón de barbianes ya difuntos.
Cuando me vieron se me acercaron y me retuvieron entre ellos, intentaban tocarme y yo corría visiblemente asustado y desesperado buscando refugio.
Pues las azogadas ancianas difuntas, envueltas en sus bataholas, en sus telas de seda y ceniza, y los zaratanes en danza simoniaca, desesperados por encontrar sus pateras cinerarias, al darme alcance querían llevarme con ellos a sus carcamales o barruntados nichos, sin darme la oportunidad de pedir clemencia.
Guardaba la esperanza de llegar a Ciudad Central. Pero esta esperanza era difuminada por el aspecto de la realidad, truncando el curso normal de mis días. Temía que La Peste del Tiempo también hubiera alcanzado a los habitantes de Ciudad Central. Pues para mí, Ciudad Central, era un fortín inabarcable, una gigantesca fortaleza donde podía aguantar los embates del desaforado destino.
Y para dilucidar mi penosa y delirante situación, concluía para mis adentros, con alivio protector: “Nada malo puede ocurrir a un hombre desprotegido”.
Para mí fue fácil acostumbrarme a la vida citadina de la fantástica Ciudad Central.
Como era un hombre joven, pude rápidamente restablecerme de mi inmisericorde travesía por el valle maldecido, nido de mi atea familia. Y cuando llegué por fin a la ciudad pude instalarme en un misérrimo hotel que compartía con muchos otros habitantes marginales.
Allí pude colocarme a trabajar de aseador. Fregaba pisos y limpiaba las escaleras y las vidrieras del hotel. . Trabajaba mucho y duro y así pude recoger dinero para suplir desafortunados gastos, si no quería sentir necesidades.
Con lo que recaudaba pagaba la renta del mísero cuartucho en el hostal, la alimentación y hasta lograba ahorrar para comprar una que otra baratija.
Todos los domingos descansaba y solía salir a pasear por la ciudad donde sólo era un desconocido.
Quise escribir un diario personal, donde recreaba a mis insomnes parientes, sobretodo, para conservarlos en mi memoria, algo así como un tratado, donde también explicaba: “Cómo curarse del Fin de los Días y no desintegrarse en el intento”.
Aun así, en las noches más frías de Ciudad Central, me invadían los recuerdos de las huestes de muertos fantasmales, entonces no evitaba llorar desafortunadamente.
Una noche de relámpagos estrepitosos sobre los rascacielos de Ciudad Central, tuve pesadillas con lo que anteriormente había sucedido con las apariciones en el valle. Soñaba que me encontraba con esos espectros en un lugar indefinido. Pero luego descubría aterrado que ya no era el mismo hombre, sino un fantasma del pasado desfigurado. Esos seres se presentaban ante mí, sin manos y sin pies. Y me sonreían sin afectación por lo que me sucedía, tampoco parecían amoscados. Y me sobresalté de esas infortunadas pesadillas, hasta llegar a elucubrar formidables lágrimas. Entonces como un destello cruzando por mi cerebro, concluía que definitivamente yo también estaba muerto, no sentía latir mi corazón dentro de mí y su lucecita pronto se fue apagando convirtiéndose dentro de mi pecho en una nébula donde todo era undívago e impreciso. En un comienzo creí que era un desvarío provocado por la ausencia. Y esto de igual forma me sobrecogió terriblemente. Esa noche sentí que de veras mi mundo se había derrumbado ante mis narices. Y rogué a Dios que me permitiera vivir en esta ciudad extranjera. Y que me fuera permitida la senilidad de mi tiempo terreno, que me convirtiera en un personaje adorable y adorado por todos, para mí esto representaba el ideario de mi existencia, aunque todavía me atormentaba irremediablemente. Lo único que quería era borrar esas alucinaciones de mi mente.
La espera de resurgir de mis extintas cenizas era tan poderosa que eximió todas mis últimas fuerzas hasta el desperdicio de las horas, quizás porque ya estaba cansado de ese ajetreo cotidiano que me desgastaba, entonces me enfermé hasta languidecer y quedar exiguo como una estatua demolida, en un doliente estertor abandoné el mundo que siempre me condenaba a la huida.
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