El primer suelo que conoció mi huella, ironías del destino, fue un sótano. Un trastero convertido en hogar gracias a un camastro, un barreño de hojalata, una mesa camilla con brasero, un infernillo y un geranio. Era cuánto contábamos mi madre y yo para hacer de la vida un lugar mejor. Lo mínimo imprescindible para que nuestro hogar no cumpliese el designio para el cuál habia sido creado: almacenar trastos viejos.

Todo ello estaba incluído como parte del pago en especias del jornal que recibía mi madre desempeñando labores de portera en una finca de vecinos con ínfulas de solomillo, con menos categoría que una pastilla de avecrem.

Aterricé en el mundo un 15 de Agosto. Paloma me bautizaron, en honor a la virgen que tocaba sacar a pasear ese día. Bendita casualidad. Columbia livea para los entendidos en materias aviarias que saben de lenguas muertas. Por entonces yo, una pichona de plumaje tierno, en aquel subterráneo dotado de modesto sabor hogareño, no era más que una paloma bajo tierra, que no viene a ser más que una rata. Una ratita. –mi Ratita- le gustaba entonar a mama con silbido dulce, cuando a sorbos, me daba la leche con miel para aliviarme de la tos. Es curioso como la vida nos planta cara con un chiste y espera a cambio que nos riámos a tiempo.

Por fortuna -y mucho sacrificio, después de algunos años y bastantes callos en las manos de mi madre, esas mismas que al acariciarme se volvían tiernas, mamá y yo ascendimos en el escalafón de las porteras. Nos procuraban mejores fincas por su buena labor. Madre y polluela prosperabamos a la par que alcanzabamos mayor altura. Dejamos el sótano a nuestros pies: primero fue un bajo, después una entreplanta y finalmente recaímos en la buhardilla desde donde escribo estas líneas y dónde ocurrió la metamorfosis, seguramente debido a la influencia de no tener a nadie habitando sobre nuestras cabezas.

Yo sólo tenía a mamá y mamá sólo me tenía a mi. Mi padre había volado al cielo – así me lo contaba ella y yo la creía, la creía a pies juntillas. De mi padre recordaba vagamente su sonrisa y sus manos toscas pero afables y su olor. Ese olor que ya nunca más volvería a percibir, indescriptible e hipnótico a la vez, entre a pan caliente, licor dulce y madera verde. En mi imaginación mi padre extendía sus alas como un águila majestuosa y surcaba el inmenso azul cielo dibujando una estela en la que yo era capaz de distinguir palabras. Vuela Paloma Mía. Mi mente festiva emprendía el despegue a la par que mis manos, creyéndose alas, se afanaban por acariciar las palabras forjadas de nubes.

La buhardilla donde habito es estrecha pero luminosa, aunque lo mejor es que el cielo se asoma sin disimulo a sus tragaluces a dos aguas, no como en el aquel sótano en el que apenas se alcanzaba a ver las sucias suelas de los zapatos de los transeúntes, donde el azul sólo se dejaba ver en nuestros sueños más felices.

Mi buhardilla cuenta con una pequeña puerta que no es posible atravesar sin doblar el espinazo a la mitad. Como en casi todo el espacio techado, tienes que salvaguardar la cocotera del coscorrón y posterior chichón. Eso pasa sobretodo si no calculas bien las distancias dimensionales de la propia cabeza o si han caído más gotas de anís al agua de la palomita de la sobremesa.

Aquella diminuta puerta se convirtió un buen día en la puerta de mi libertad anhelada. A través de ella nacía una pequeña azotea donde yo oteaba el cielo y los tejados, y la plaza, donde los transeúntes se dibujaban como hormigas insignificantes a mis pies. Desde la azotea controlo el tráfico aėreo, la climatología y las bandadas de migratorias en busca la tierra prometida. También las estrellas. Aquí los pájaros, palomas y gorriones también, me enseñaron todo lo que ahora sé. Ellos son mis amigos. Ellos nunca me han fallado para cantarme al unísono el Cumpleaños Feliz en plena canícula estival. Yo les invitaba a pastel y ellos me ayudaba a soplar las velas batiendo sus alas conmigo. No había globos, pero mejor aún, había estelas y, con serpentinas dibujadas sobre el tapiz del cielo, siempre se leía Feliz Cumpleaños Mi Palomita Mi niña. ¡¡Pies para qué os quiero si tengo alas para volar!!

Al igual que los pájaros yo rehuía de la gente en general, y de los vecinos, y de los niños del colegio, de los maestros y de los carteros en particular. De todas las miradas que juzgaban con condescendencia a la niña cabeza de chorlito habitante del tejado. De todos rehuía menos de los pájaros y de mi madre.

-Saluda a la Señá Rosita hija no seas tímida. -Niña deja los pájaros y baja a jugar con los otros niños. Me reprendía amorosamente hasta que se dio por vencida y asumió que su pajarita no estaba hecha para andar a ras del suelo.

Ante la negativa a mis suplicas de comprarme unas portentosas alas emplumadas a todo lujo de detalle, expuestas en el escaparate de una tienda de disfraces y fantasía de renombre, yo misma me fabriqué unas calcadas de un viejo libro con un paraguas destartalado, el palo de una escoba calva y las plumas que atesoraba en una saca de azúcar, que, con la excitación de quien encuentra monedas de oro en un patatal, recolectaba del suelo. Así jugaba yo inmersa en mis ensoñaciones, simulándome en el punto álgido de la coreografía levantar el vuelo, queriendo alcanzar con mi danza la estela que mi padre dejó en su partida. ¡Soy un pájaro!! ¡¡Puedo volaaaar!! ¡¡Izo mis alas y levanto el vuelo!! ¡¡que suene la música !! ¡VOLARE OH OOH!! ¡¡no toco el suelo!!! La felicidad se abría paso a sólo un paso de la cornisa. Un día daré el salto. Seré libre. El día en el que el cielo esté preparado para mis alas.

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