Agrupación la Esmeralda

Agrupación la Esmeralda

Sócrates

25/02/2019

Entre los años 811 y 819 de la tercera era, en la Ciudad de María Lucía, surgieron tres agrupaciones de jóvenes, que se identificaban con distintos barrios y zonas, y que manifestaban luchar por distintos valores. Hasta ese momento, la enorme ciudad era sumamente pacífica, no había delincuencia ni enfrentamientos en sus calles de casi ningún tipo. Una pelea, una discusión fuerte, eran cosas excepcionales. Las agrupaciones introdujeron una violencia que desbordó las posibilidades de respuesta y desencadenó una serie de cambios culturales importantes. Desde la distancia, habiendo pasado ya varios años, sociólogos, politólogos, filósofos, ese tipo de científicos y pensadores, intentaron explicar las causas del fenómeno, por supuesto, sin poder lograrlo, porque es imposible hacerlo sólo con palabras.

La agrupación de la que formé parte fue “La Esmeralda”. Operábamos en la parte este de la ciudad porque éramos de ahí. De lo que quiero hablar es de nuestro lider, Felisberto Correa, una de las personas más extrañas y poderosas que conocí. Fuimos al mismo colegio, fundamos la agrupación con otros cuatro compañeros y dos amigos del barrio cuando teníamos entre 17 y 18 años. Al igual que los de las otras dos, lo hicimos pensando y sintiendo que eramos únicos y originales, y que nuestras ideas justificaban nuestros actos. En esa época hubo una fuerza invisible que dominó María Lucía, que generó en simultáneo, sin coordinación, que los jóvenes nos inclináramos a formar parte de estas organizaciones de tipo guerrilleras, criminales, mafiosas, rompiendo con la armonía anterior.

En el momento en el que fundamos La Esmeralda, no hubo debate sobre quién iba a ser el líder. Lo natural era que esa posición la ocupara Felisberto. Sólo lo acordamos y después debatimos sobre el nombre, que fue tomado del bar al que íbamos de juerga muy seguido. Feliberto Correa era inseguro, vaya uno a saber por qué. Pero en contraposición demostraba una firmeza y seguridad fortísimas en lo que refería a ideas profundas. Y tenía una cualidad, que si no la hubiese tenido estoy seguro de que La Esmeralda no hubiese prosperado tanto: era un excelente orador. Hasta ese momento sólo lo había demostrado en conversaciones que habíamos tenido entre nosotros. En algunos momentos, porque surgía espontáneamente, desarrollaba ideas muy complejas, con los que todos terminábamos por estar de acuerdo. Pero después de la creación de la agrupación, porque ser necesario, empezó a dar discursos. En ellos desplegaba su capacidad de explicar de forma sencilla y práctica conceptos muy complejos, y de vincularlos, a su vez, con otros de la misma naturaleza. Pero además fue mejorando y anexando otras virtudes muy beneficiosas para sus exposiciones, como la capacidad de convencimiento, variaciones en el volumen y en el tono de voz, posiciones corporales, expresiones faciales, pausas que generaban y aumentaban tensión en el ambiente, movimientos con las manos, hasta que llegó un momento en el que sus discursos se volvieron un espectáculo maravilloso.

Al principio creí ciegamente en el sistema de ideas de Felisberto y en sus propuestas. Creí ciegamente en los motivos que nos daba para cometer delitos, como el de tomar el control de la prostitución de nuestro barrio y de los que lo rodeaban, secuestrar gente y pedir recompensas, robar, golpear salvajemente a los que se oponían a los objetivos de La Esmeralda, matar a quien fuera necesario. Fue a los tres meses que noté la primera de las incongruencias, que estoy seguro habrán sido notadas también por los otros que lo acompañában a todas partes y escuchában todos sus discursos, porque ninguno era tonto, pero al igual que yo, callaron. “Detrás de un gran orador, siempre hay una gran idea, nadie puede dar un gran discurso sin estar convencido de algo grandioso.” Esta es una de las cosas que aprendí de Felisberto y en la que actualmente creo. No pretendo justificarme, sé que cometí errores, que hice muchas cosa que estuvieron mal, pero quizás yo sea, después de todo, ingenuo, y haya tenido buenas intenciones.

Recuperé las degrabaciones de los discursos y ubiqué el día del momento al que me refiero. Estábamos haciendo un trabajo de reclutamiento. En los barrios industriales de María Lucía se fabricaban, principalmente, insumos para armas. Fuimos a dos lugares en los que Felisberto dio discursos. El primero era un club de un barrio que estaba pegado al nuestro. Al referirse a polémicas ocasionadas por la venta de los insumos, Felisberto dijo: “Muchas veces, desde otros lugares nos critican y nos adjudican culpas que no nos corresponden. Las guerras no las hacen los rulemanes y nunca vi a una ametralladora tomar decisiones por si misma. ¡La represión es causada por la injusticia, que los empresarios, los funcionarios y los políticos de los demás países se hagan cargo!”

Después de unas horas fuimos a un bar, en ese caso, ubicado en nuestro barrio. En un momento hicimos que se baje la música, improvisamos un escenario y Felisberto dio otro discurso. En un momento dijo: “Muchas veces, desde otros lugares nos critican y nos adjudican culpas. Si bien, desde esta ciudad, nunca salió un arma confeccionada y lista para usarse, ya que nosotros sólo construimos y vendemos insumos para motores, no podemos hacer ojos ciegos al destino de nuestros productos. Todos necesitamos comer, tener una casa, poder acceder a un servicio de salud, pero vamos a tener que replantearnos en el futuro los alcances de nuestras responsabilidades. Yo nací y crecí en esta ciudad, al igual que mis padres y mis abuelos, no estoy dispuesto a seguir tolerando que haya actividades que no nos permitan decir con el pecho lleno de orgullo frente a extranjeros que somos de María Lucía.”

Cuando Felisberto dijo esto yo ya estaba muy cansado, era tarde y habíamos estado haciendo actividades todo el día. No estaba prestando mucha atención al discurso, pero cuando empecé a interpretar lo dicho, me incorporé levemente, miré a Felisberto desde su costado derecho y después miré a mis compañeros. Nadie parecía haber notado algo inquietante. Yo tampoco dije nada y seguí con la lucha.

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