«¿Qué había detrás del velo de Dios?» se preguntaba continuamente mientras trazaba círculos concéntricos y mecánicos con sus dedos. Siempre había una nueva verdad que captar en el centro febril de su transmundo personal, tan acribillado de verdades de otros, que eran como pistas indudables, pedazos de esos tantos “algo” que buscaba en el sentido de su mísera existencia en el mundo.

Habitaba sumida entre el atisbo de verdad y al tiempo la duda, como un aguijón incesante situado en el centro de su corazón.

Quizá detrás del velo de Dios había una infinidad de átomos, o glifos, quizá el velo de Dios revelaba la nada en sí misma, o la inmensidad del todo inasible y a la vez capaz de fundirse en sí mismo y con otros, como las galaxias. O quizá tras el velo de Dios estaba la música de las esferas, el orden perfectamente imperfecto cantando estridente tras de sí, como sutil cortina del mundo.

O quizá Dios era sólo ese velo sobre el todo, o era el velo y el todo a su vez.

Pero ella no podía soltar esa ansia febril insoportable, pero al tiempo, dulce bálsamo ante la realidad avallasante y confusa. La realidad, esa parte del incesante velo de Dios que estaba arriba, abajo y sumido en todas partes y en sí misma: una mujer desnuda, sentada sobre su cama, cubierta de pies a cabeza con el velo de sus sábanas sudadas, para que nadie viese las ideas febriles que despertaban su consciencia de medianoche, desorbitada en el mundo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS