Desencuentro del yo

Desencuentro del yo

Lali Agüero

15/02/2019

Temblorosa ella estaba mirando las luces relámpagueantes de la ciudad, no sabe en qué calle se encuentra, pues perdió el sentido de la coherencia y comienza a girar en círculos. No hay referencias de donde algo empieza y culmina. Un frío congela la punta de los pies hasta la omóplatos, fija en un mismo eje, todo lo demás se mueve y choca contra ella.

Un laberíntico camino que la conduce al mismo lugar. Sigue sin reconocer, no sabe, no comprende y un sudor comienza a correr por todo su cuerpo. La respiración se agita, las pulsaciones se aceleran y parece desvanecerse. Piensa – lo poco que puede- en preguntarle a algún transeúnte a donde debería ir pero tampoco recuerda el nombre de la calle y ellos se suceden, pasan al lado como si no estuviera. Como si unos códigos hubieran reemplazados los suyos y nada este acorde a la realidad presente, como si la información de su alma se haya perdido en un limbo, no se encuentra, no está.

Y acá me quiero detener, porque el vacío de la inexistencia la deja sin aliento. Yo que la veo desde la ventana percibo su dolor, sus ojos atrasados en el tiempo girando en loop. Quisiera poder bajar y abrazarla pero no puedo salir de este cuarto, no debo salir, solo puedo observarla desde aquí. Si supiera de mi al verme, al tocarme, todo estallaría en mil pedazos y las consecuencias serían aún peores, me conformó con estar en sus ideas, en sus sueños en un tiempo más lejano. Quiero acompañarla aunque ella no sepa de mi.

Algo sucedió desde deje quieta las palabras y las ganas de predecir los segundos, una modificación en los parámetros del juego. Ella ya no gira en círculos, ni dio pasos en falso, simplemente se sometió al estruendo del primer caudal de lágrimas. En seguida comenzó a inundarse la esquina, la ventana se cerró y todo pero todo olía a humedad. El frío en sus pies la hacía tiritar a tal punto que tuvo noción de su cuerpo. La existencia de la materia mueve sensaciones.

La esquina se convirtió en un río de lágrimas doradas y las luces de la ciudad fueron las únicas que acompañaron con su parpadeo el continuo de su corazón. Fue tanto nadar que se olvidó de que no recordaba el nombre de la calle , ni el camino y menos las dudas. Dejó que las lágrimas sigan corriendo bañando el empedrado y limpiando los papeles de escritos sin fin, las colillas de cigarrillos de noches de insomnio, las hojas secas del último invierno.

Dejó que ese río fluyera y con él, el dolor. Permitió que fuera, que se manifestará hostil, crudo y punzante como un misil. Todo ese estallido iluminó la esquina, abrió de par en par las hojas de aquella ventana antigüa. Fue un grito visceral desde lo más profundo del volcán un derrame de canciones de antaño, de vidas pasadas, una danza con brujas en ronda. Sintió por fin el abrazo perpetuo del amor.

Todo se mezclaba, la diversidad de emociones jugando a ser diferentes, a encontrarse y desencontrarse. Parecían un micro mundo de estrellas naciendo y muriendo al mismo tiempo. Todo se detuvo, ella se detuvo. No podía dejar de observar su interior, todo brillaba de formas intermitentes como luciérnagas en el campo oscuro, como constelaciones en el firmamento. El mundo giraba y ella giraba sobre sí, cada vez más rápido, una fuerza centrífuga colmo su ser y fue pura luz.

La conciencia era otra cosa diferente al pensamiento, todo se vacío y enmudeció menos el corazón. Él tenía su propia música, sus ritmos, sus pausas … la armonía. Lo escuchó detenidamente, sus pies comenzaron a mover como por inercia pero era intuición, una información de un sistema paralelo. Mientras danzaba iba avanzando, abrió los ojos, miro a su alrededor y todos la miraban, ella no se intimido al contrario integró todo en una sonrisa.

Continúo su danza antigua mientras cantaba en idiomas de códigos foráneos y su mirada atenta, estoica. Comprendía que no estaba en aquella esquina y que esa ventana era un estorbo, ella estaba a kilómetros de ahí. Comenzó a reírse fuerte, como si tuviera cosquillas en los pies, miro hacia atrás para no olvidarse nunca del camino, respiro profundo y agradeció.

Agradeció a esa esquina, las lágrimas, la desesperación, la angustia, los tormentos, a las diagonales, la ventana cerrada, el ruido, el tránsito que la desorientaba. También al refugio, a la contención, a la vulnerabilidad asumida porque sabía que algún día como todos los días, los lugares pueden ser los mismos lugares, que se podía perder creyendo que estaba allá y estaba aquí. Iba a necesitar volver para recuperar un recuerdo con entropía pero cada vez que se vaya la danza la iba a ser un viaje de millas, una espiral ascendente hacia dígitos infinitos más simples que le permitieran volar.

Así fue que su alma, ella y yo aprendimos a danzar.

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