EUGENESIA

Juan de Jesús Álvarez Castro

Veía pasar lentas las horas, para eso estaba sentado a medio día, todos los días, bajo el guayacán de flores color salmón, era la hora trece de un martes parsimonioso, hasta el café de la esquina dormitaba sin el espanto del toc-tic-toc del golpe seco de las bolas de billar jugadas a las tres bandas o a la buchácara.

Los negocios cerrados en la calle comercial, la soledad de las tiendas , de las quincallas, el aleteo de los moscardones en las cercanías de los almacenes de agroquímicos y los bancos cerrados, le indicaban la pausa necesaria y obligada en las actividades de la ciudad. Las gentes buscaban el fresco de sus casas grandes, de extensos patios y zaguanes refrescados por los limonares, mangos y nísperos no arrebatados por el cemento, la arena y el ladrillo de las construcciones de uso doméstico.

Palpaba visualmente la necesidad de la pausa meridiana y corroboraba la forma palúdica que los gobernantes partidarios de la eugenesia le endilgaban como condición natural a los originarios de la región central de su país, esa mala procedencia que malgasta el tiempo productivo y lo reduce en las mañanas a tres horas y en la tarde a dos horas y media, una pérdida de tiempo inaceptable decían los teóricos admiradores de las razas nórdicas, nostálgicos de las zonas heladas y la cultura de las cuatro estaciones que un día firmaron un decreto y dieron libertad de ingreso a nórdicos, alemanes, belgas , españoles, sirios, libaneses, y no tanto a japoneses o italianos porque sospechaban del amarillo asiático y del sibarita latino de la bota mediterránea.

Mientras perladas gotas de sudor corrían desde sus axilas por el costado de su cuerpo diluyéndose en la cintura de su pantalón de dril, le hallaba gusto a que en esta extensa planicie que remataba un ramal de una de las tantas cordilleras de los andes, el tiempo se detuviera todas las tardes bajo la canícula y las gentes corrieran a seguir viviendo pegados a la silla mecedora, y a la hamaca , hasta él mismo antes de venir a chantarse bajo este árbol tenía que meterse bajo el lapo de agua fría de la regadera para soportar la hora y no dormirse. A lo lejos el asfalto sudaba y el neme parecía derretirse, los vapores semejaban figuras ascendentes, especie de espejismos que diluían el paso sonoro de los land rover, los toyotas, los willys o los nissan patrol de los ingleses, los alemanes, de todos los europeos beneficiarios desde los años treinta de los decretos eugenésicos que les permitieron inmigrar, comprar tierras y casarse con las más bellas de la región , las hijas de los colonizadores criollos, las blancas de los altiplanos, esos pobladores nacionales que gozaban del beneplácito de los defensores de la mejora de la raza.

Los carros transitaban veloces provenientes de las extensas fincas algodoneras, arroceras, maniceras, ganaderas y de extensos cultivos de millo, pasaban raudos buscando las casas quintas para almorzar, descansar y volver a la agrimensura, el control de los riegos o gozar de las cosechas, que“oh paradoja”, pensó, sostenían y llevaban a cabo esos supuestos mala sangre por palúdica y perezosa, que los intelectuales pro arios de comienzos de siglo XX habían descalificado como seres humanos laboriosos y capaces de hacer el progreso de las regiones calentanas y fuertemente productivas.

Esos palúdicos a estas horas se tostaban el espinazo doblado en la cogienda de algodón, segando arroz o padeciendo el dolor de cintura para arrebatar de la tierra el tubérculo manicero y a la vez descascararlo, o padecer la pelusa del maíz millo y recoger lo que la máquina dejaba tirado para no dejar nada al desperdicio, eran los palúdicos discriminados por la teoría intelectual climática de procedencia blanca que nunca leyó a José Celestino Mutis o a Caldas, el sabio, y que había pasado por alto el libro Kosmos del científico Alexander Von Humboldt, o los habían leído mal.

Eran los científicos locales partidarios de las teorías de la buena procedencia para sembrar el progreso agroidustrial en este trópico de la zona tórrida.

Eran los “blancos” herederos de los criollos españoles que una vez gritaron , en el primer grito de independencia, “Abajo el mal gobierno y viva el Rey de la madre patria”, esos blancos que odiaban el mestizaje que llevaban consigo y habían traslapado por siglos el pensamiento del siglo XVI y sólo habían acaecido a la ilustración y habían trajinado con los pensadores de esa escuela trayendo a estas comarcas el eurocentrismo intelectual metiéndolo fundado en el criterio del comerciante.

El sol arreciaba, sintió su sangre ,calificada de perezosa, correr a borbotones hasta ruborizarlo, se burló de los eugenistas, este pueblo seguía siendo mestizo, capaz del intercambio cultural, y aunque levemente, haciendo valer ese leve intercambio en una, novedosa construcción social.

Alguna leve brisa le anunció que las nubes daban paso a un solaz, los bancos, la administración local con lentitud abrieron sus puertas. Dormitó hasta tener ganas de tomar camino de la casa de su mejor amigo, caminó buscando el cobijo de los árboles hasta hallar la calle destapada, subió el montículo que una vez coronado dio paso al espectáculo de la puerta de lata y el cerco de alambre que definía los límites de la enramada que hacía de casa y le abría paso a los limonares, los naranjos agrios, los cocoteros, los guayabales, entró a la estancia, su amigo dormitaba sentado en un taburete recostado en la pared, estaba sin camisa y en chanclas y sobre sus piernas descansaba olvidado el libro de “La Vorágine” de Rivera con el subrayado de“A Arturo Cova se lo tragó la manigua”,atisbó a su amigo, heredero de los supuestos palúdicos que la eugenesia había descalificado, y le pareció el hombre más libre sobre la tierra que por siempre había visto.

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