He comenzado a preguntarme ya desde hace algún tiempo sobre un particular no tan particular, un tema que crece alimentado por la inercia del uso y costumbre. Las preguntas se van acumulando y se adormecen ante la falta de respuesta. La molestia provocada por la ansiedad de la búsqueda y una y otra vez encuentro tan sólo el desencuentro, el no saber qué o cómo es.

Me moviliza la inquietud del querer saber, simplemente por tratar de dar una explicación lógica o bien que no discierna con los pensamientos ya establecidos que ponen la vara y dan medida a lo que es y lo que no.

Y la búsqueda continúa a medida que el tiempo transcurre por la simple razón de vivir inmersa en tiempos virtuales en donde todo se percibe manejado por un gran cerebro exterior, gigante , sin materia, despojado de todo elemento físico, que vive y se alimenta de lo abstracto. La palabra, recurso fundamental de la comunicación, vuela por espacios artificiales. El decir, el escribir, opinar, preguntar y responder, todo camina por senderos intangibles, pero sin embargo el efecto se produce, para bien y para mal. Jamás el ser humano antiguo hubiera pensado que esta forma tan alejada de la persona pudiera expandirse y evolucionar.

¿Cuál es la principal interrogación? Quiero saber qué son y por qué hemos sucumbido a la desidia de sentimientos o quizás – y para que el asunto no parezca tan tremendo – en la expresión de los mismos de manera tan liviana y descuidada en donde el amor, el odio, la pena y las condolencias son manifestadas tantas veces con palabras adecuadas algunas y otras en manera trivial. Pero ya sea de una u otra forma arrancadas del sentir y echadas a correr por los mares de las redes sociales para que los que no tienen nada que ver o participar de la cuestión también se sientan involucrados en el dolor o en la felicidad de algún otro tan lejano a ellos mismos, gustos y disgustos dirigidos desde un «yo» que tiene acceso a «arrobar» a otro «yo» que a su vez desea buenos augurios de «un feliz cumpleaños» a un amigo nacido de la red que habita en lo más remoto de este planeta y al que ni siquiera verán en carne y hueso ni en el último suspiro. Entonces me pregunto ¿ cuál es la magia que nos induce y condiciona aún a los más reacios a meternos dentro de ese túnel que fagocita día a día la calidad de la palabra expresada llenándola de vacíos de contenido para terminar exponiendo desde lo más íntimo y sublime de cada ser hasta la mayor ruindad del corazón humano.

Hasta el día de hoy en el que estoy escribiendo sobre el asunto, sentada ante mi amiga «electrónica» que por cierto me facilita tantas cosas respecto de mi trabajo de escribir y ¿saben qué? me siento mal conmigo. Yo, quien una y mil veces y a mis años juré y perjuré que el sistema no me atraparía debo confesar que en más de una oportunidad lo hice, sí lo hice. Yo también he felicitado a un «amigo» por su cumpleaños o por el nuevo integrante de la familia y entonces ¿me alegro realmente? o simplemente cumplo con la formalidad ¿de qué? ¿para qué?, no lo sé, pero admito que lo hice.

Quizás estemos modificando conductas simplemente y la cuestión no sea tan grave. Lo cierto es que claramente – y sin ser grandes observadores – cualquier manifestación de los sentimientos se ve expuesta constantemente en la pasarela de las redes sociales. Palabras que nacen y mueren allí, encalladas en el mar del ciber espacio desprovistas de toda acción, inertes en un nuevo mundo que se forja en la insensibilidad de estos tiempos.

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