Unos y otros se llenan la boca hablando de libertad; ese algo extraño que debe de estar ahí fuera. La libertad debe ser algo así como el abismo. Un mundo abierto e inmenso lleno de peligros desconocidos. Un mar profundo en el que uno puede cansarse de nadar y acabar ahogándose. Un cielo sin techo por el que descender en caída libre. No lo sé. Quizás debería saberlo. Quizás. Quizás, puedo salir y encontrar otro agujero en el que cobijarme, pero, pensándolo bien, para qué arriesgarse si ya estoy metido en uno.

La vida aquí es sencilla. Un par de horas de ejercicio en la rueda, comida y agua asegurada, protección contra gatos y otros seres de dos y cuatro patas que constantemente me acechan sin éxito y sobre todo tranquilidad. Poder dormir tranquilo. ¿Por qué no puede ser eso la libertad?

El caso es que no soy un hámster cualquiera. Aunque mi vida se limita a estar dentro de esta jaula, sin sobresaltos ni cambios de rutina, me gustaría saber lo que se siente fuera de aquí. Un poco de adrenalina. Me gustaría salir de la zona de confort para luego volver y saber lo que no me he perdido. Y aunque diga el refrán que la curiosidad pertenece al enemigo, a él lo mata. Así que, sí, estoy decidido a probarlo. Soy un temerario.

Las horas y horas girando en la rueda me han permitido tener una musculatura de vicio; sería capaz, si mis patas me lo permitieran, de levantar esta jaula por los barrotes conmigo dentro. Así que he decidido empujarla hasta que golpee con el suelo y quizás así se abra y podré salir.

Es la hora de la siesta del gato. Todas las mañanas duerme tendido al sol en la repisa de la ventana. Así que ahora es el momento. El felino es el principal peligro. Podría herirme con sus garras letales y convertirme en un extra gourmet de su mediocre menú de latas baratas. Eso de la libertad debe de producir un hambre voraz.

Empujo la jaula al suelo y se abre. Ha sido fácil. El gato ni se ha enterado. Ante mí, el suelo abierto, sin ningún escondrijo a la vista. Estoy paralizado de miedo. Recurro al comedero y me como media docena de pipas para coger energía y poder salir corriendo si el gato se despierta. Corro hasta la cocina. Aquí al menos hay sitios donde esconderse y puedo hurgar entre la fruta y guardarme algún trozo por si acaso. Todavía quedan horas para que llegue Él. La verdad es que me siento inseguro y temo por todo, pero a la vez, me invade una extraña sensación. Puede que eso sea la libertad. ¿Pero a qué precio?

Me aburro. No puedo hacer nada más que andar de un lado para otro nervioso, porque temo que el maldito gato pueda cazarme. Ya se ha despertado. ¡Y viene hacia aquí! Me escondo detrás de la nevera. No me ha visto. ¡Maldita libertad! Me siento acorralado. Siento que puede verme o peor, olerme en cualquier momento. Si al menos supiera rezar… No me ha visto. Vuelve a la repisa de la ventana y salta a la calle. Es el momento de volver a la jaula. Él está a punto de llegar y tengo confianza plena en que me salvará.

Al fin ha llegado mi salvación. Me coge con sus tiernas manos y me mete con delicadeza en la jaula.

  • – ¿Cómo has salido Rubens?

¡Menuda odisea que he pasado! He llegado a la conclusión que la libertad está muy sobre valorada, pero no es para mí. Ya se la pueden comer con patatas, o aliñada, o como prefieran.

El gato viene hacia la jaula.

– ¡Jódete!

Mi libertad podría haber sido su alimento. Si algo he aprendido es que a los que vivimos en cautividad, la libertad no nos pertenece.

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