Paso por aquí a diario. Me gusta repostar en esta gasolinera porque tengo una tarjeta de puntos con la que me hacen descuento. No es mucho pero todo vale para estirar las cuentas y llegar a fin de mes. Además está cerca de casa, en la plaza al final de mi calle, frente a la rotonda. Llevan años diciendo que la van a cerrar pero, en lugar de eso, este verano han estado haciendo obras de reforma.

Normalmente llevo algún niño en el coche y hago toda la operación a la carrera, para no dejarles solos mucho tiempo y porque no sé hacer las cosas de otro modo, pero hoy voy sola y me sobran unos quince minutos hasta la siguiente tarea planificada al detalle en mi cabeza. Elijo el surtidor con más cuidado del habitual, procurando dejar la distancia perfecta para que manguera llegue sin problemas. Me fijo en los demás coches y por rutina me avergüenzo de lo sucio y golpeado que está el mío, aunque no lo cambiaría por ninguno.

De pronto se abre la puerta de mi lado y lejos de sobresaltarme me siento agradecida, como cuando recibes un regalo con el que no contabas. Un hombre de unos cincuenta y tantos me sonríe. Es sudamericano, extremadamente amable, y me cuenta con voz rítmica y suave las excelencias del nuevo servicio que ofrece Repsol, servicio que en cualquier otro momento me hubiese parecido prescindible pero que, ahora, se convierte en absolutamente vital para seguir adelante con mi ajetreada vida. Quizá haya sido el lujo de disponer de esos minutos inesperados o la magia de su humilde disposición que parece decir: durante este rato es usted la persona más importante del mundo, merece toda clase de atenciones por sólo 5 céntimos de euro más el litro. Solo tengo que cambiar el coche de sitio y, sin bajarme siquiera, él repostará por mí, comprobará la presión de los neumáticos, revisará el líquido de frenos y el del limpiaparabrisas. Después limpiará los cristales e incluso me acercará el datáfono para pagar. ¿Les resultará rentable todo esto?, normalmente siempre termino comprando cualquier cosa que no necesito en la tienda y ahora ni siquiera tengo que entrar. Me regala un bombón mientras espero. Realiza todas las tareas con meticuloso cuidado mientras canturrea. Parece el hombre más feliz del mundo, podría ser una pose, pero en ese momento necesito creer que su felicidad es cierta. Contrasta enormemente con el resto de empleados, que son correctos pero de carácter castellano, exento de concesiones a la emoción.

Estoy nerviosa porque dispongo de quince minutos y debo decidir rápidamente cómo invertirlos mejor, pero vuelvo a fijarme en el empleado amable y comienzo a imaginar una biografía completa para él. Probablemente llegó hace un par de años, su mujer llevaba aquí diez trabajando en el servicio doméstico. Sus hijos son ya mayores, todos emigraron también. Gracias a los esfuerzos de sus padres pudieron estudiar y consiguieron trabajos más o menos respetables en capitales repartidas entre Europa y Estados Unidos. Fue, sobre todo, el dinero que enviaba su madre lo que lo hizo posible. Llegó cuando todavía la crisis parecía un monstruo inventado y tuvo la suerte de encontrar una familia grande que necesitaba mucha ayuda y podía pagarla. Además eran buenas personas, con algunos de los defectos de las gentes acomodadas, pero en general buenos y respetuosos. Él se había quedado en Cochabamba mientras los chicos terminaban de estudiar. Con Internet todo había sido más fácil, al menos se había hecho una idea de cómo habían ido creciendo los muchachos y no habían olvidado el uno la cara del otro.

Seguramente la vida de este hombre no tiene nada que ver con el estereotipo que he fabricado en tres de los quince minutos de que dispongo. Vuelvo a centrarme en mi vida y reviso las guanteras intentando poner algo de orden: eso me hará sentir que he aprovechado el tiempo extra que se me ha concedido. Golpean con los nudillos mi ventanilla:

  • – He terminado señora. Tenía usted perfectamente los neumáticos y el líquido de frenos, pero he tenido que reponer el del limpiacristales, que se había terminado. Si me permite su tarjeta para que pueda cobrarle… Listo. Muchas gracias por confiar en nosotros, que tenga usted una linda tarde.

Me marcho a casa con una sonrisa. Ni siquiera me importa haber comprobado que tampoco estaba en el coche mi disco de Pereza.

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