Al parecer a Jack lo habían abandonado hacía mucho tiempo, y ahora pasaba sus días durmiendo bajo las raíces de una enorme secuoya. Allí caían frutos sobre la hierba que hacía las veces de colchón y un arroyo de agua transparente descendía a trompicones entre los cantos rodados y el barro. Todo eso era cuanto necesitaba Jack, incluso si llovía a cántaros.
Y es que bajo las raíces de la secuoya había mucho espacio. Él se acurrucaba entre ellas y se ponía a inspirar y espirar muy despacio y ya podía terminarse el mundo allí mismo. Pero aquel día iba a ser un poco diferente.
En mitad de aquel mar que se precipitaba sobre la tierra, y desesperada como estaba por resguardarse de la lluvia, apareció una tortuga y le pidió cobijo al perro. Éste parpadeó una, dos, tres veces. Hasta que Jack, más por quitarse el problema de encima que otra cosa, le hizo un hueco y después respiró grandes bocanadas de aire. Una vez allí dentro, la tortuga parecía algo inquieta, y hacía aspavientos con sus pequeños brazos, muy inusuales para los de su clase, quiero decir que eran bastante ágiles, y también pensaba en voz alta: pues está bien este sitio, tienes espacio y además las vistas al arroyo son buenas. Vaya, que es un buen sitio para descansar y eso. Ya me entiendes, que tienes un poco de todo. Es simplemente perfecto, la verdad.
— No voy a comerte.
— Eso es bastante reconfortante — dijo la tortuga, y tras suspirar, preguntó: ¿Vives aquí?
— Sí, desde hace ya algún tiempo.
— ¿Y dónde están tus dueños?
— Aquí al lado, me abandonaron no muy lejos de su casa.
— ¿Y no volviste?
— Sospecho que no quieren que vuelva.
— Y ya está, ¿Eso es todo?
— ¿Qué quieres decir?
— Con esas patas podrías llegar a Francia.
— Tal vez.
— ¿Y te llamabas, compañero?
— Jack.
Entonces hay unos segundos de silencio. La tortuga ladea la cabeza, como si esperara algo.
— ¿No vas a preguntarme cómo me llamo?
— No pensaba.
— Salem, me llamo Salem.
Por toda respuesta, Jack hizo un leve ademán con la cabeza y empezó a roncar. Él ya estaba bien en sus raíces junto al arroyo, ahora por qué diablos tendría que irse a Francia. El silencio, interrumpido de vez en cuando por los puñales de agua que caían del cielo, volvió a apoderarse de la extraña pareja. Salem captó la indirecta y se tumbó en un rincón y allí se quedó, pensativa. Se durmió mientras escuchaba el sonido de las gotas que, después de surfear la superficie de corcho, se precipitaban sobre la madera de las raíces.
Pero no mucho más tarde la despertó el zumbido de un insecto, una mosca que revoloteaba y revoloteaba alrededor de su cabeza de escamas. Tendido sobre la hierba, Jack todavía roncaba. Entonces la mosca se detuvo y le pidió cobijo a Salem. Si los tuviera, la tortuga se habría encogido de hombros. En fin, tal vez pudieran mantener una conversación interesante.
— Y bueno, ¿cómo te llamas mosca?
— Nosotras no perdemos el tiempo en ponernos nombres.
— Entiendo.
— Tú en cambio habrás visto mucho mundo. Tienes cara de tener más de cien años.
— No he visto tanto en realidad. Mis patas son lentas. Tus alas tienen que ser muy rápidas.
— Si tú tuvieras mis alas y yo tuviera tu tiempo. ¿Te imaginas?
Entonces los dos animales miraron a Jack, durante uno, dos, tres y cuatro segundos. Ambos asintieron y después ocurrió algo extraño. Pude sentir como me miraban, no al perro si no a mí, cada vez con mayor intensidad, a través de esa cámara que eran mis ojos, trascendiendo las fronteras a priori existentes entre la realidad y el sueño.
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