Una moneda, por favor.

Una moneda, por favor.

El hombre topo

23/02/2017

La vida para un inmigrante no es fácil, si además eres de etnia gitana tu vida puede llegar a ser un infierno.

En mi primer día de trabajo me asignaron a Cosmin como tutor. El me enseñaría todo lo que debía saber sobre este oficio, qué palabras usar, cómo inclinar la cabeza al recibir una moneda, distinguir a simple vista quién tiene más facilidad para soltar el dinero, estar atento a esas personas de las que me debía mantener alejado. Se convirtió en lo más parecido a un familiar que he tenido desde que llegué a España y nunca le estaré lo suficientemente agradecido por todo lo que me enseñó ese día. La mañana que lo conocí acababa de llegar de Bucarest. Los jefes habían convencido a mi padre de que me esperaba un futuro mejor alejado de las zonas chabolistas de mi ciudad y, dado que es difícil estar peor que como estábamos, alcanzaron un acuerdo rápidamente: 80 €, eso es lo que yo valía para el mundo, mi precio de mercado. La despedida no fue especialmente dura, al fin y al cabo me había vendido y eso no acababa de agradarme del todo, ni siquiera intentó negociar lo más mínimo, dejando al descubierto las expectativas que tenía puestas en mí. La tarde de mi marcha le di un frío abrazo y me subí a la furgoneta sabiendo que no volvería a verle jamás.

Después de más de tres mil kilómetros por carretera llegamos a Madrid, en concreto a un pueblo llamado El Gallinero del que días después me enteré que no era un pueblo sino un poblado chabolista en la misma ciudad. Había salido de una chabola para meterme en otra, así que imagina lo imbécil que llegué a sentirme. Al bajar de la furgoneta me recibió mi jefe, un muchacho gordo vestido con una camisa blanca sucia, unos vaqueros también sucios y unos zapatos blancos que seguramente habrían tenido mejor aspecto unos años antes. Sus instrucciones fueron sencillas: estaba allí para pedir donde y cuando ellos me dijeran, las horas que ellos quisieran y hasta que saldara las deudas que mi familia había adquirido con ellos. Hasta que eso ocurriera debía pagarles 50 € al mes y en el precio estaba incluido techo y suministros. Pronto me di cuenta de que jamás saldaría mi deuda. Iba a estar en las calles hasta que ellos quisieran.

El horario era de 7 y media de la mañana a 11 de la noche y en mi primer día de trabajo me dejaron junto a mi mentor en la calle Bravo Murillo, junto a Plaza de Castilla. Cosmin era ya de edad avanzada comparado con la media de los que solemos estar por las calles, unos 50 años, barbudo, delgado, metro sesenta y siempre vestido con su abrigo largo marrón con cuello de borrego y una mochila con sus cosas más preciadas que, ni loco, dejaría nunca en su chabola. Lo primero que hizo al verme allí plantado fue acercarse a una papelera, revolver un poco dentro y sacar un vaso de papel de la cafetería de enfrente. Vino hacia mi sacudiendo el líquido que quedaba dentro del vaso y, ofreciéndomelo, dijo: «A partir de ahora este vaso forma parte de tu mano. A nadie le gusta tocarnos, ni para dar una limosna, así que con este vaso conseguimos más dinero. Mantén siempre el vaso con unas pocas monedas, nunca vacío y mucho menos lleno. Bien, sígueme, a primera hora la gente acude a las cafeterías a desayunar y allí es donde nosotros empezamos. A la hora de comer iremos a la puerta de aquel restaurante y a la cena a aquel otro – dijo señalando ambos locales -. La gente que va a comer o que acaba de terminar se siente peor al vernos y algunos sueltan una moneda para limpiar sus conciencias».

Cosmin llegó a Madrid hará ya unos 20 años, de los primeros que vinieron, y, según me contó, había hecho de todo: pequeños robos, recogida de cobre, chatarra, etc… hasta llegar a esta calle a la que llevaba 3 años acudiendo sin faltar un solo día y donde conocía a casi todo el mundo. Esa calle y su gente se había convertido en su familia. «Esa es Encarna – dijo señalando a una señora de unos 80 años – un día llamó a su puerta un hombre del gas que resultó ser un ladrón. Únicamente tenía 20 € encima pero el susto que se llevó fue tremendo. Estuvo varios meses sin querer salir de casa y me tenía muy preocupado. Hace cosa de un mes empezó a salir de nuevo y yo procuro sonreírla y agradarla para que vea que no todo el mundo es peligroso». Así era Cosmin, para la mayoría era poco más que una bolsa de basura y, aun así, seguía creyendo que la gente era buena. A lo largo del día conocí a casi toda la calle: Antonio, que bajaba a fumar cada dos horas porque su mujer no soportaba el olor a tabaco en casa. David y Ana, una pareja que acababan de tener una niña, que le saludaban siempre y a veces le daban un par de monedas. Y también me avisó de Sebastián, un chaval de 17 años que últimamente le golpeaba el vaso cuando pasaba para tirarle las monedas «Con ese tipo de muchachos debes tener cuidado, tienen el odio en los ojos».

Así pasamos el día entero hablando de nuestro pasado y compartiendo experiencias personales hasta que vinieron a recogernos para llevarnos al poblado. Una vez allí fui a despedirme de Cosmin pero antes de que dijera nada me puso una mano en el hombro y me dijo «Mañana mi lugar será el tuyo. Después de 20 años consideran mi deuda saldada y dicen que soy libre. ¡Qué ironía!. toda la vida queriendo ser libre y ahora solo quiero estar en mi calle…»

Aún hoy la gente me pregunta por Cosmin de vez en cuando.

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