Salir del trastero

Salir del trastero

Nero Tame

22/02/2017

Me han entrenado para matar, no sé hacer otra cosa. Llevo tatuado en mi cuerpo el dibujo de la muerte. Siempre trabajando con diferentes clientes, pasando de mano en mano. El caso en concreto que os voy a contar a continuación ha sido uno de los más sorprendentes en mi carrera. Era un hombre de mediana edad, casado y padre de dos hijos, con una vida insustancial. Ese tipo de personas que no tienen jamás las agallas de utilizar mis servicios contra nadie.

Cuando Marco me conoció su vida se había convertido en lo más parecido a estar guardado en un trastero. Esa habitación donde todo está cubierto con esa fina capa gris de la más exasperante indiferencia. Había sido una joven promesa dentro del mundo de la consultoría. A los treinta años gestionaba una gran cuenta, con más de cuarenta personas a su cargo. Exprimió a cada ser que se cruzó por su camino, apretó tuercas, humilló a almas cándidas, extorsionó emocionalmente, hizo llorar de impotencia, acabó con carreras precoces para evitar ser desbancado, disfrutó mientras le maldecían a sus espaldas y firmó millones de euros dejando una estela de cadáveres profesionales a su paso.

Pero eso le hizo criar cuervos y por un cúmulo de fatídicos incidentes que no pudo anticipar, finalmente cayó en desgracia. El cliente pidió su dimisión por creerse por encima del bien y del mal, se modernizaron los métodos y él permaneció anclado en el pasado. Y de repente, sin poder asumirlo, terminó en tierra de nadie, pasados los cuarenta, sin negocio y sin equipo.

Después de cuatro años de travesía en el desierto, llegó su oportunidad de reengancharse a la rueda de la fortuna. Un proyecto que nadie quería y por el que sólo él había apostado. Era jugársela a una carta. Lo trabajó durante un año, si lo conseguía vender saldría de su cuarto oscuro con la vitola de rey. La oferta que presentó era realmente buena, pero fue insuficiente, se la adjudicaron a otro. Ese fue su final. La semana siguiente después de la pérdida del proyecto, Marco recibió una carta de renuncia que le aconsejaron amablemente firmar. Ese mismo día, también le dijeron que la nueva responsable europea de su unidad iría a concerles en unos días. Una idea cruzó por su cabeza, era su momento.

Buscó por internet, dejando un rastro visible, indagó por sus contactos más sospechosos, hasta que dio al fin el padre de un compañero de su hijo mayor del colegio que había utilizado unos servicios parecidos al mío. Y así fue como, después de dos llamadas, tres mensajes y una visita a los suburbios de la ciudad, llegó a mí.

La reunión de su trabajo se daba lugar en un restaurante, le había invitado por cortesía. Trabajamos todos los detalles previamente. Aquel día estaba escondida sin que nadie notase mi presencia dentro del comedor.

Llegaron los ocho comensales; la directora inglesa, a la que todos querían agradar, Javier el jefe de Marco, un ejecutivo poco agresivo, y seis gerentes, entre ellos Marco. Apenas tenía visibilidad desde mi escondite, solo oía voces que no podía interpretar. Habíamos acordado que tenía que esperar su señal para actuar. Hubieron dos parlamentos, uno en inglés nativo y otro en spanglish. Después tocó hacer las presentaciones al resto de comensales. Cada cual se había preparado la suya, ridículas todas. Cuando le llegó el momento de hablar, Marco también tenía preparado su discurso. Se levantó de la silla, ante la mirada atónita de Javier, y dijo en lengua de la Reina de Inglaterra “I’m Marco Ramos, I lost a Project last week so the Company will fire me”, y prosiguió en castallano “me habéis apartado como una colilla y os aseguro que jamás olvidaréis este día”.

Ésa era a mi señal, una frase digna de Pulp Fiction. Se me hubiese erizado el bello de la piel si hubiese tenido.

Antes de que nadie pudiese articular palabra , me agarró con fuerza y me sacó del bolsillo de su americana, una preciosa pistola Smith & Wesson del calibre 38 de culata plateada, cargada con seis balas, de las cuales disparó cinco en menos de un minuto. La primera impactó en medio de la cabeza inglesa, perforándola, mientras la cara le hacía una mueca absurda de incredulidad que quedaría congelada para siempre, “españoles cabrones” parecía decir. La segunda fue directa al ojo de su jefe, lo que le dejó tuerto y sin vida, haciendo un agujero perfecto a su vez en la mano derecha, que había puesto a modo de escudo; por un segundo la mano, el ojo y la nuca fueron imagen perfecta de profundidad y perspectiva. La tercera agujereó el cuadro al fondo de la sala cuando intentaba alcanzar a la otra mujer del grupo, la que había conseguido el último ascenso. La cuarta traspasó el cuello de la joven promesa, el que siempre le miraba por encima del hombro cuando se encontraban en el pasillo, borrándole las amígdalas de un soplo. La quinta, descontrolada, desgarró la oreja izquierda del camarero que estaba petrificado sirvendo vino.

Se paró en ese instante. Respiró hondo, eso le serenó. Aspiró otra bocanada de aire y pudo percibir cel humo que salía de mi boca mezclado con la comida recién servida. Las imágenes se sucedían como en una película, personas corriendo sin sentido, sangre oscura con trozos de carne esparcidos sobre el mantel, gritos, miradas de terror hacia su persona. En ese momento sus labios dibujaron una sonrisa de felicidad y supo que al fin había podido salir del trastero. Cogió su móvil para enviar el mensaje que tenía pre escrito: “Cariño os quiero, sobre todo a los niños. Cambia de nombre, múdate de ciudad y cobra el seguro de vida que firmé esta semana”.

Me giró de repente y me encañonó contra su sien para gastar la última bala que me quedaba dentro. Después del disparo, “trabajo realizado”, me dije complacida mientras caíamos a la vez al suelo como dos amantes exhaustos.

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