La curiosidad mató al gato

La curiosidad mató al gato

palmyra

23/02/2017

Las velas que había creado eran su única compañía en la casa. Siempre se decía que sería buena idea adoptar un gato. Un gato y no un perro pues pensaba que iba más con su carácter distante e introvertido, además de saber buscarse la vida por ellos mismos simplemente con abrir la ventana. Apenas podía cuidar de ella misma como para cuidar de cuatro patas y dos ojos con una mirada deseosa de salir a la calle. Justamente lo que se convertía en un auténtico reto para ella.

Sus velas eran su obra maestra nunca vista por otros ojos. Se quedaba ensimismada mirando cada llama, como si cada una de ellas adoptara una personalidad y le hablara a través de su movimiento. El hecho de saber que se iban consumiendo les aportaba un alma, y por ello, las sentía como a iguales. Iluminar la casa con ellas la mantenía alejada de lo que llamaba “cúpula de realidad virtual”, que era el mundo que la esperaba si salía por la puerta de su casa.

Conocía su naturaleza de ideas opuestas, ya estaba acostumbrada a esa radicalización. No le gustaba salir al mundo exterior, pero si se sentía cómoda observándolo desde su azotea. Ahí estaba segura en su burbuja, podía observar pero no ser observada; y eso le trasmitía calma. Siempre se decía que si empezaba a convivir con lo de fuera sus energías empezarían a mermar y ya no podría conectarse con el mundo invisible, pues quedaría atrapada en la trampa en la que casi todos caían y de esta forma nunca sería libre. Su concepto de libertad no se encontraba en algo que uno pudiera ver a través de sus ojos, ni en las múltiples tareas en las que un ser humano pudiera evadirse. Para ella la libertad era una sensación, un estado mental que residía en lo más profundo de su psique. Siempre soñaba con un laberinto, representaba la búsqueda de esa libertad, el problema era que el laberinto siempre mutaba. No era más que el efecto de miles de ideas contrapuestas que luchaban por buscar un equilibrio entre si. Por eso, cuando llegaba un punto que no podía aguantar su propia compañía, subía a la azotea a curiosear su calle.

A las diez de la mañana, ni un minuto más ni un minuto menos, salía el peculiar vecino de una de las casas antiguas de la pequeña plaza, el Señor Alpiste; como le gustaba llamarlo; ya que encajaba perfectamente con el prototipo de alimentador de palomas. Ella se había puesto la Vecina Incógnita, ya que suponía que para los demás vecinos era justamente eso lo que ella representaba. Ninguno había sido capaz de saciar la curiosidad de saber su historia, por más que tocaran a la puerta con alguna excusa. Ella se reía mirándolos desde la azotea, y escondiéndose antes de que su mirada pasara por donde ella se encontraba. Justamente, el señor Alpiste, con su boina a cuadros de pueblerino y su bastón de madera tallado a mano; del cual le gustaba presumir, era el que siempre se quedaba “olisqueando” parado en los adoquines de piedra de la acera de en frente. No había día que no lo hiciera, por lo que resultaba incluso halagador. Eso también le hacía recordar lo sola que se sentía; pero ella misma lo había elegido.

Al comenzar a bajar los diáfanos escalones de piedra por la pendiente de la calle, el Señor Alpiste se encontraba con Doña Mariquita, apodo cariñoso de María, el cual a ella no le gustaba nada últimamente porque sus nietos le habían dicho que así era una forma de llamar a los homosexuales. Tras enterarse de la noticia, Doña María sentenció el apodo por el que todos en el barrio la conocían desde hacía tantos años. La gente siempre le decía que era costumbre, que ya se le hacía muy raro no decirle Mariquita. Ella se resignaba a regañadientes pero con empatía.

Durante las últimas horas de la mañana llegaba, como a ella le gustaba llamarlo, la estampida. Grupos de turistas con cámara en mano venideros de diferentes puntos del mundo para apreciar el casco histórico de la ciudad. Sus favoritos eran los asiáticos. Comenzó a verlos ese año, por lo que supuso que la ola de turismo en la isla estaba creciendo cada vez más. Después de los ojos achinados, estaban los europeos nórdicos, tan blancos como la nieve; con esas miradas misteriosas. Le resultaba curioso como el sol o la falta del mismo modificaba la genética del ser humano dependiendo el lugar de procedencia.

A la hora de comer llegaban las horas muertas, las mejores. La calle quedaba desierta, solo se veía algunas palomas revoloteando y se escuchaba el sonido de las campanadas de la catedral dando la hora. Se oía los susurros algo lejanos de las personas comiendo en la calle de los bares pero se podía apreciar esos momentos de silencio intermitentes, perfectos para comenzar a respirar profundamente,volar hasta los confines de un universo imaginario y volver con una expiración calmada.

Esa calma no le duró mucho, oyó unos golpes en la puerta. Alguien de buen humor tocando una melódica percusión. Sin pensar se asomó y fue a parar de frente a dos ojos que la miraban. Un señor de mensajería tenía un aviso de recogida de un paquete a su nombre. Ensimismada pensando quién podría enviarle un paquete y más aún saber la dirección que supuestamente solo ella conocía ahora, reparó en la mirada de impaciencia del mensajero y bajó insegura a firmar la entrega. Hacía una eternidad que no hablaba con nadie. Cuando salía era por pura necesidad de comprar comida, ahora tenía un paquete en correos esperando ser recogido. Sabía que en algún momento el destino le enviaría ese reto para superar sus miedos, ya tocaba. No podía esconderse ni evadir la realidad que la rodeaba, debía encontrar el equilibrio, y más si suscitaba en ella tanto misterio.

La curiosidad mató al gato, por suerte le quedaba alguna que otra vida.

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