Había que reconocerlo; la rubia tenía sus agallas.
Más de un invitado se quedó con el tenedor a mitad de camino dejando caer alguna gota de salsa sobre el plato o en la servilleta de tela. Sin apenas inmutarse, el patriarca de la familia siguió sorbiendo su sopa de tomate mirando, sin reparo, el escote de la joven rubia que acababa de armar el alboroto. Ella mantenía su mirada desafiante, observando a cada uno de los comensales con desprecio, con rabia.
–¿En serio no van a hacer nada? ¿Ninguno se va a mover de su silla para ir a ver si aun se puede hacer algo por él? –Varios de los invitados volvieron la vista hacia el fondo.
El rostro del Conde seguía hundido sobre su plato. De su boca salía un hilo de saliva que se mezclaba entre la salsa de arándanos y los pocos restos de brócoli que se salvaron de ser aplastados. Todos lo miraban sin pronunciar ni media palabra. Algunos habían dejado sus cubiertos sobre el plato, en la posición que dictaba la etiqueta. Solo unos doce, de los treinta invitados, seguían saboreando el delicioso Civet de ciervo.
La anfitriona le hizo una seña al mayordomo quien, con sobriedad, se ubicó al lado del Conde. Después de unos segundos se irguió mirándolos a todos.
–El Conde, no tiene pulso –les dijo.
–¡No puede ser! –exclamó la dama del monóculo de oro, mientras acariciaba el gato persa que cargaba en su regazo–. ¡A ver, a ver! vuelva y revíselo; y esta vez mire de ponerle los dedos donde debe ser.
–Pero quítate los guantes, querido –silabeó la anfitriona al tiempo que le pedía a uno de los sirvientes que llenara su copa de vino.
El mayordomo le hizo una reverencia y se quitó, con mucho estilo y elegancia, sus inmaculados guantes.
La rubia, no comprendía la impasibilidad que mostraban todos.
–¿Y si se atoró con el brócoli? – profirió, con menos vehemencia.
La anfitriona la miró como el que mira un leproso.
–Poco probable, querida –le dijo mientras tomaba un poco de vino–. Por más de 100 años el brócoli ha estado presente en nuestra mesa y nunca ha sido causante de ningún percance ¿O me equivoco, mi estimado Doctor?
–Para nada, mi apreciada y bien documentada Condesa –contestó con calma un hombre de cabello blanco mientras encendía un Espléndido de Cohíba–. El brócoli lo descarté desde el principio. Para mi, el hombre, está más muerto que este suculento ciervo con el que hoy usted nos ha deleitado.
Todos sonrieron ante el comentario del médico. Todos, menos la rubia. Su acompañante, un hombre de unos 65 años, la tomó con cariño de la mano y le guiñó un ojo para tranquilizarla.
El mayordomo confirmó la falta de pulso.
La anfitriona, pintando una gran sonrisa en su rostro, levantó una copa invitando a todos a un brindis.
–Bueno querida familia y mis más íntimos y estimados amigos, quiero aprovechar el momento para levantar mi copa en honor del hombre que entregó su alma y su corazón al servicio de los demás; bueno, y su vida: literalmente –sonaron varias risas contenidas–. Pero qué sería de la vida si no encontráramos un motivo para darnos a los demás, de alguna manera. Este hombre que ustedes ven hoy ahí –volviéndose hacia la rubia–, postrado ante el incomprendido y mancillado brócoli –más risas–, no es más que el vivo retrato de lo que es “estar vivo hoy” y en un instante, ya no.
La anfitriona se levantó (con la ayuda de uno de sus sirvientes) para consumar el brindis. El gato se había dormido. El vejete seguía sorbiendo su sopa, sin dejar de observar las tetas de la rubia. Todos tenían su copa en alto, mirando a la anfitriona con devoción.
La rubia no daba crédito a lo que veía.
–No lo puedo creer –exclamó–. En serio que… Por un momento pensé que, de verdad, ustedes eran otro tipo de gente, de la que, tal vez, podría algún día haber aprendido algo. Pero la realidad es que… ustedes no son gente… ustedes, dan lastima.
–Es verdad, querida –le dijo la anfitriona–: Nosotros, no somos «gente»… Tú sí, porque de ahí es de donde provienes: de esa inmensa marea de carne en movimiento, que vienen y que van por el mundo, quejándose y maldiciendo por todo… Nosotros somos, mucho más que simple «gente»… Somos la Aristocracia: la crème de la crème.
La anfitriona la miró con un rictus de pesar.
–Y en cuanto a lo de «esa lastima» que aludes sentir por nosotros: ¿En serio te escandaliza que nadie se revuelque en el piso haciendo una escenita de dolor y de lagrimas? ¿te horroriza que no nos juntemos las damas a orar en grupo mientras los hombres se embriagan y encienden fogatas?… Querida ¡cuánto te falta por vivir y por aprender!… Más bien siéntate, y ponte de nuevo a jugar con el pene de mi cuñado –La rubia se puso blanca–. ¿Pensabas que no lo sabíamos? Hermosa niña: no eres la primera, ni vas a ser la última acompañante de pago que compre mi cuñado. ¿Verdad, querido?
Su cuñado iba a decir algo justo en el momento en que el Conde reaccionó, despertando de su extraña catalepsia. Los invitados lo miraron con agrado y algo aliviados.
La anfitriona le dedicó una dulce sonrisa.
–¡Pero que sorpresa, mi amor!… Pensábamos que ibas ya camino hacia el Olimpo.
–¿De qué me perdí? –balbuceó el Conde, algo mareado, levantando su copa para que se la llenaran.
–¡De todo, yerno! –graznó el vejete–. No vas a creer todo lo que pasó mientras yo, me tomaba esta rica sopa y tú, lamias tu plato. Te vas a volver a morir ¡pero de la risa! con todo lo que te vamos a contar.
La rubia estaba consternada. Su acompañante tomó su mano, con suavidad, y la dirigió de nuevo hacia el lugar donde ella la había puesto desde que sirvieron la entrada de caracoles a la llauna.
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