La vida cambia en un instante – un instante normal.

La vida cambia en un instante – un instante normal.

María Gafo

06/12/2018

Tenía ocho o nueve años.

Mi padre me leía un cuento antes de ir a dormir. Todas las noches, ya fuera verano o invierno. Sin falta, aunque estuviera muy cansado.

Me sentaba en sus piernas, me pasaba su pesado brazo sobre los hombros y me leía. No teníamos muchos libros así que, a menudo, tenía que repetir las mismas historias.

Por esa época, en el colegio nos hacían leer en voz alta. “Tenéis que vocalizar bien las sílabas” nos decían. “Hay que darle a las frases la acentuación y la entonación adecuadas. Mucho cuidado con comeros las letras y juntar las palabras”.

Esa noche, como todas las noches, mi padre cogió un libro. Era un libro amarillo con las tapas muy gastadas. Tenía el dibujo de una garza en la portada.

– Ese ya lo hemos leído- le dije.

Cerró el libro, abrió mi mochila y sacó mi cuaderno de lecturas. Me sentó sobre sus piernas y empezó a leer.

Entonces fue cuando me di cuenta. Mi padre no vocalizaba bien las sílabas, ni le daba a las frases la acentuación y la entonación adecuadas. Mi padre, además, juntaba las palabras y se comía muchas letras.

– Qué mal lees. Qué mal lees papá – le dije.

Mi padre me miró, apretó los labios y esbozó una sonrisa triste. Cerró el libro y me acarició la cara. Ese día, por primera vez, noté lo rojas y ásperas que eran sus manos. Descubrí también sus arrugas y su mirada cansada.

Me bajó de sus piernas, me besó en la frente y guardó el cuaderno en mi mochila.

Años después, gracias a mi padre, pude ir a la universidad, a estudiar filología. Ahora soy maestra.

Tengo un hijo. Acaba de cumplir ocho años. A menudo vamos al centro a una librería para que elija libros que guardamos en nuestra pequeña biblioteca.

Antes de acostarle, le leo y me acuerdo de mi padre. De su voz, de sus ojos, de sus manos.

Muchas noches me despierto pensando en él.

Cómo me gustaría sentarme en sus piernas y pedirle que me lea un libro, el libro amarillo de las tapas gastadas, el de la garza. Que me lo lea mil veces, sin vocalizar, comiéndose letras, juntando las palabras. Cómo me gustaría que se lo leyera también a mi hijo. Y que luego nos besara a los dos en la frente y nos acariciara la cara.

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