Un 27 de mayo, jueves, mientras mi padre desfilaba como la autoridad militar que era en la procesión de Corpus Christi, a las 12 en punto del mediodía, llegué al mundo en la clínica Nuestra Señora de las Mercedes, en San Sebastián, después de resistirme durante dos días a nacer. Fui una niña sorpresa ya que mi madre estaba a punto de cumplir los 43 y mi padre tenía 55 años y una delicada salud física. Fui, además, la séptima y última hija, muy querida por mis hermanos, muy mimada por todos.

Pertenezco a lo que mi familia llamó “los hijos pequeños”. Me explico: mi padre era viudo y tenía cuatro hijos adolescentes cuando mi madre se casó con él. No es de extrañar que mi hermana mayor, Ina, me llevara 20 años. Ina, Chelo, Candi y Pilar eran hijos del primer matrimonio de papá y Humberto, Lina Tere y yo, del segundo. A los mayores no les puedo llamar hermanastros porque nos criaron sin conocer esa diferencia. Éramos hermanos y punto.

La casa en donde vivíamos, en la calle Víctor Pradera, ahora conocida como Easo, era lo suficientemente grande como para acoger a la familia, el servicio y a alguna tía que siempre venía a pasar temporadas con nosotros. Un total de doce personas. Nuestra vecina puerta con puerta, Toni, aún nos recuerda como una familia muy divertida. Toni era amiga de mis hermanas mayores y disfrutaba pasando las tardes en mi casa. Yo era amiga de su hija, Ana, y compañera de juegos de su hijo, José Ramón, con el que me enzarzaba en peleas de indios y vaqueros. Todavía hoy mantenemos un cierto contacto y un gran afecto.

Durante mi infancia, mis padres, Humberto y Adelina, llevaban una activa vida social. El Aéreo Club era un lugar cotidiano para mi padre, al que iba sin faltar cada día después de la siesta. Mi madre se acercaba a buscarlo por la tarde antes de ir al cine, al teatro o al Club de Tenis en donde podían bailar, algo que a los dos les gustaba mucho. Esa ausencia del hogar nos servía a los hermanos para salir a la calle y jugar, para ir a patinar o andar en bici, para colgarse del teléfono y hablar sin interrupción. El toque de queda lo daba mi hermano Candi, otro actor perdido al que observaba ensayar frente al espejo en su habitación con su amigo, Alfredo Landa. Candi era el que veía a mis padres de lejos en su lento regresar a casa por la calle Urbieta e iba recogiendo a los hermanos pequeños de los juegos callejeros. La escena que encontraba el jefe de la casa al llegar era siempre muy parecida. Los chicos estaban sumergidos en los libros de estudio; mi hermana Lina Tere—quien de universitaria fue protagonista de tres obras de teatro–declinaba rosa rosae en voz alta; yo sumaba con llevadas y mi hermana Chelo cortaba y cosía con esa habilidad que había conseguido gracias a un curso de Corte y Confección en una escuela francesa. Ni que decir que mi padre se sentía muy orgulloso de la dedicación hacia los estudios mostrada por sus hijos. Nosotros no éramos más que pequeños actores y actrices que interpretábamos nuestro papel más que nada para evitar el castigo.

Si en los días laborales podíamos disfrutar de la calle y los juegos, los domingos éramos una familia modélica que iba a misa unida. Si, además, se trataba del primer domingo de cada mes, la misa incluía confesión y comunión con el padre Eulalio, un carmelita que asistía a nuestras comidas navideñas y de pascua como un invitado más. Al padre Eulalio lo sentaban a mi lado y siempre sacrificaba su postre de piña en almíbar, por entonces algo muy sibarita, a mi favor. Mi padre era muy tajante con el rezo, la apariencia religiosa y el control familiar, no en balde era un militar con fama de masón al que le llegó un anónimo avisando que lo estaban vigilando. Otro actor que se perdió la escena.

Mi padre y mi madre hacían muy buena pareja. Eran altos y guapos. Mi padre, moreno. Mi madre, una mujer de piel muy blanca y piernas esbeltas. Estaban al día de los estrenos cinematográficos y transmitieron a sus hijos la afición por el cine. Obviamente, ya no viven. Tampoco viven mis hermanos mayores a los que recuerdo con gran frecuencia. Por ellos, he rescatado la foto de mi primera comunión. Candi dejó Medicina y fue el primero que se marchó ya que papá lo echó de casa por vago. Era mi padrino y me quería con locura. Mi hermana Lina Tere se hizo periodista y vive en Barcelona. Humberto no terminó Derecho y es el único que se ha quedado en San Sebastián. Ina, profesora de Latín, era la más sensata de la familia. A Chelo le encantaba disfrazarse y crear personajes que daban mucho miedo a los más pequeños. Mi hermana Pilar estudió profesorado mercantil y fue la primera que salió de casa para casarse. Yo sostengo en mis brazos a Mari Cris. Ese día, por la mañana, había desayunado con mis amigas en la pastelería Ayestarán–una maravilla de principios del siglo XX– chocolate francés, bollos de nata y bolados. A la hora de comer, la familia y los amigos de mis padres lo celebramos en la sociedad gastronómica Kañoietan, en la Parte Vieja de San Sebastián. Me regalaron un joyero de Limoges que todavía conservo, una medalla con un cáliz y un pequeño brillante, un no me olvides de oro, un reloj, el libro de Mujercitas, el de Guillermo el conquistador y varios sobres con dinero como si se tratara de mi “bat mitzvah”.

Un amigo mío que conoció a toda la familia nos decía que los hermanos Padura teníamos mucho encanto. Es posible que tuviera razón. Muy posible.

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