Margarita, ¿quién soy yo?

Margarita, ¿quién soy yo?

Adelfa Negra

16/11/2018

“Me miré en tus ojos
pensando en tu alma.
Adelfa blanca.”
Lorca

A las cinco de la tarde del 9 de septiembre de 1936, en un Madrid gris oscuro, Margarita y Alfonso se dirigen al Café Lion. La gente en la calle de Alcalá se vuelve a su paso. Ella es muy bonita y va vestida de forma original y descarada. Él es elegante, como un galán del siglo pasado.

—Por favor, Alfonso, deja de silbar «El Cara al Sol» —dice ella, y echa un vistazo hacia un lado y otro cogiéndose con fuerza a su brazo—. Parece que la vayas buscando.

—¿Qué importa? ¿No te das cuenta que es la suerte de España entera lo que ahora se juega? ¿Qué vale mi vida?

—¿Tu vida? Ya son muchas, empezando por la de tu hermano que está mal herido y en la cárcel—dice tragando con angustia—. Y Federico…hay rumores que dicen que los tuyos lo han matado.

—No puede ser, ¿Por qué lo iban a matar?

—Espero que no. Él es especial para mí. Es mi confidente, mi compañero de travesuras, mi inspiración…

—¿Tengo que ponerme celoso?

—Ja, ja, ja. Pues un poco sí, pero desde que te conozco solo tengo ojos para ti.

—¡Mira el Café! Ha pasado algo. ¡Vamos deprisa!

Unos metros más adelante, un grupo de personas se arremolinan inquietos. Cuando se acercan, Maruja, con La Vanguardia en la mano, les enseña la noticia:

“Se confirma el asesinato de Federico García Lorca.”

A Margarita le tiemblan las piernas y Alfonso la sujeta fuerte por la cintura.

“Me miré en tus ojos
pensando en tu boca.
Adelfa roja.”
Lorca

A las nueve de la noche del 20 de septiembre del 1936. A las nueve en punto, Margarita y Alfonso regresan a casa de dar un paseo. Ella lleva un traje ajustado y su pelo moreno y ondulado no lleva sombrero que lo cubra. Él, apuesto, lleva una americana cortita que le da un aspecto divertido. Andan de la mano y ella sonríe con una boca grande, encantadora. Al torcer la esquina paran de golpe: dos coches se han detenido debajo de la casa en donde viven y unos hombres se dirigen al portal.

—Vámonos, Alfonso, ¡Vámonos!

—No, ya se irán. Esperemos en el banco.

Margarita se sienta y lo mira a los ojos. Quiere decirle tantas cosas…pero solo puede articular una palabra que repite muy bajito:

—Vámonos, vámonos por favor, vámonos.

Entonces él la besa. La besa con un beso lento y cálido. Un beso amargo que le quema en los labios, porque puede ser el último, porque sabe a despedida.

—Ya vienen —dice ella como un suspiro, y se lleva las manos al pecho intentando frenar su corazón.

Cuatro hombres salen del portal, se dirigen a los coches, parece que se van. Sin querer mirar y casi sin respirar la pareja los observa. Detrás de los milicianos ha salido María, la portera, enseguida los ha visto.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Están ahí! ¡Que están ahí! Son ellos. Ese es Don Alfonso. ¡Ese! —dice a gritos señalándolo con el dedo índice.

—Corre, vete. ¡Por Dios! ¡Corre!

Alfonso, altivo, los espera.

—¡Por la revolución nueva! ¡Arriba España!

—Shhh, shhh, ¡Para ya! ¡Calla! —dice Margarita con voz entrecortada, intentando tapar con su mano la boca del joven.

Los milicianos los rodean, uno pregunta:

—¿Don Alfonso…?

—Sí, soy yo. ¿Qué desean? —contesta apretando los puños y sintiendo una punzada en el estómago.

—Somos agentes de policía. Debe acompañarnos.

—¿A dónde? —dice ella agarrándose a su brazo con fuerza—. Yo voy con él. Miren que conozco a…

—Señora, no se preocupe, solo serán unas preguntas. No pasa nada. Váyase a casa y espere allí.

—Margarita, vete a casa y por favor… mi madre, cuida de ella.

Dos hombres flanquean a Alfonso y casi en volandas lo llevan a uno de los coches y lo introducen.

Margarita queda de pie en la calle. Sola.

“Me miré en tus ojos.
¡Pero estabas muerta!
Adelfa negra.”
Lorca

A las ocho de la mañana de unos días después, Margarita llega al portal de la calle de Marqués de Cubas donde vive Guadalupe. Está más delgada y ahora parece frágil y poquita cosa. Sube las escaleras de mármol blanco agarrada al pasamano de madera. En el rellano del primer piso ve un colchón tendido en el suelo y, acurrucada bajo una manta de lana, a una mujer.

—¡Guadalupe! ¿Qué ha pasado? ¿Qué hace ahí?

—¿Margarita? —dice la madre de Alfonso mientras se incorpora lentamente—. Estoy bien, no te preocupes. Mi casa está ocupada por refugiados, llena de niños, pero por unas pesetas me dejan un colchón y…

—Pero en este lugar no se puede quedar, tiene que venir conmigo…

—No. Puede que Juan o que mis hijos me necesiten, y me buscarán aquí.

—Sabe que no pueden venir, que ya no están, que están… muertos.

—Margarita, ¿Estás segura? ¿Has visto sus cuerpos? Yo no, quizás alguno haya podido escapar y ahora está escondido y…

—No, están muertos, mi…

—No voy a ninguna parte —dice Guadalupe—, me quedo en este portal. Yo no soy quién necesita ayuda, mis chicos…

—No pude, señora, no pude ni siquiera salvar a Alfonso, cuando por fin me enteré de que estaba en La Checa de Fomento, llegué tarde, ya lo habían sacado…

—Han sido los tuyos. —Y la ira con la que escupe estas palabras Guadalupe eriza la piel de la joven—. No sé cómo puedes soportarlo. Vete, por favor, vete.

Margarita camina por la calle sin saber muy bien a dónde. “¿Qué hago Alfonso? ¿Qué hago? Los tuyos…los míos…la ilusión de mejorar las cosas y ahora… He perdido a Federico, mi amigo, y a ti, mi amor. ¿Por qué? ¡Dios! ¿Por qué? Si por lo menos pudiera ayudarla…”

FIN

A mi bisabuela, que murió el 12 de agosto del 1938 en ese rellano, esperando el regreso de sus hijos, y a todos los atropellados por La Guerra.

(Los retratos son de Margarita, Alfonso y Guadalupe pintados por Alfonso Ponce de León, en los años treinta.)

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