Atravesar la peor frontera

Atravesar la peor frontera

Habían pasado más de doce horas desde que me había bajado del camión y el sol ya se sentía con fuerza en la mañana. No paraba de preguntarme una y otra vez ¿Qué hago acá? ¿Cómo fui capaz de tomar una decisión tan arriesgada? Al fin y al cabo valía la pena cruzarlo en soledad?

Parecía increíble que después de recorrer 25.000 km haciendo dedo por Asia Central todavía tuviera energías para llegar hasta las dunas del desierto de Gobi en Mongolia. El silencio mordía con fuerza mis sentidos como queriendo arrebatar todo pensamiento positivo.

¿Qué buscaba realmente?, volví a cuestionarme. Cumplir un sueño parecía no ser suficiente. Miraba con preocupación la única botella de agua que había quedado en la mochila e imaginaba que otro camión llegaría pronto para dejarme en el siguiente pueblo. Pero los deseos no estaban alineados con mi realidad. En el horizonte pude ver una pequeña nube de polvo. Al identificarlos mi cuerpo comenzó a temblar, a sudar entre escalofríos incontrolables. No quería que se repitiera la historia vivida en Tíbet unos meses atrás, porque haber sido mordido por un perro había traído sus consecuencias, físicas y psicológicas.

En lo único que pensaba era en volver el tiempo atrás. Los perros se acercaban hacía mí sin saber que un día había decidido cruzar un continente para confirmar que las fronteras sólo están en los mapas. Recordé los consejos de un amigo mongol. Nervioso, llené las palmas de mis manos con saliva, me arrodillé y esperé con esa convicción que tienen los creyentes en una situación complicada. Los ladridos estaban cada vez más cerca y a pesar de no verlos los suponía de dientes grandes. Se detuvieron uno a cada lado de mi cuerpo. Su agresividad se mezclaba con los latidos acelerados de mi corazón.

Por un instante tuve las fuerzas necesarias para imaginar que estaba llegando a mi objetivo. Visualicé la textura de la arena, su inmensidad y el sabor de conquistar lo que muchos creían imposible: vencer la soledad y los miedos para cruzar un desierto. Reaccioné cuando sentí el lamido de los perros en mis brazos y el silencio del viento nuevamente. Como queriendo custodiar mi desafío se sentaron a mi lado en actitud de guardia.

Pasaron otras diez horas hasta que finalmente llegó el siguiente camión. Me dejó en el cruce de dos caminos que parecían enfrentarse por el destino. Caminé los últimos kilómetros con un puñado de carpas nómadas a lo lejos. La geografía del paisaje se mezclaba ahora entre unos verdes pastizales con camellos y ese amarillo dorado que tiene la arena cuando el sol decide esconderse para darle paso a las estrellas.

Respiré profundo, me descalcé y al pisar la primer duna lloré como un niño. Atrás habían quedado los imposibles. Atrás habían quedado los prejuicios. ¡Lo había logrado! Llegar por cuenta propia a las dunas de Gobi con temperaturas extremas y confirmar que no hay peor frontera que las que nos ponemos nosotros mismos.

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