El frío enero castellano se colaba hasta los huesos y congelaba las lágrimas.
Fuimos a recoger las cosas de la abuela nada más terminar el entierro, cuando conseguimos deshacernos del fastidioso besamanos a pie de tumba (la muerte en un pueblo puede llegar a convertirse en un acto social abrumador).
Decidimos recoger lo más rápido posible y cerrar la casa para volver a la ciudad y dejarnos anestesiar de nuevo por la rutina y la distancia que, como un tsunami, arrasan cualquier duelo.
La enorme casa parecía sumarse a nuestra tristeza. Con la muerte de mi abuela, ya no se sentía como un hogar. El calor se había ido con ella.
Nos repartimos las habitaciones. Me tocó el viejo trastero al que se accedía por el patio. Ese patio en el que tantas horas pasó mi abuelo en sus últimos años, cuando sus piernas ya no tenían fuerza suficiente para salir al campo.
Premisa: encontrar documentos y objetos de valor. Todo aquello que no se debía dejar en la casa a expensas de caer en manos ajenas.
Comienzo mi expedición al lugar en el que los objetos olvidados esperan una segunda oportunidad.
La vieja luz que pende del techo ayuda a crear un ambiente propicio a que la imaginación tome vida propia.
Veo el viejo baúl que durante tantos años nos dio la bienvenida a la casa desde el zaguán. Pese a la curiosidad que nos despertaba de niños siempre se encontraba bajo llave y bajo estricta prohibición de abrirlo. Guardaba las escopetas de caza de mi abuelo. Ahora, arrodillada junto a él, la niña de aquella época me pide a gritos que lo abra. El solo hecho de que estuviera prohibido me predisponía a que soñara con encontrar tesoros ocultos en él.
Me resulta curioso lo poco que me cuesta abrirlo, como si intencionadamente mi abuela lo hubiera dejado así preparado. No hay rastro de armas. Entre libros y viejos documentos rescato un álbum de fotografías que nunca antes había visto.
Bajo una pátina de polvo, unas gruesas tapas de cuero conservan unas páginas amarilleadas por el tiempo.
Entre retratos de familia, celebraciones y posados a la moda de cada época, en los que solo había una oportunidad para salir bien, hay una imagen que me llama especialmente la atención. Se trata de una foto de mi abuela con sus hermanas tomada en algún viaje a la capital fechada en Madrid en julio de 1945, en un estudio de la calle Alcalá, cercano al centro.
Tiene que haber algún error en la fecha: mi padre nació en septiembre de ese mismo año y no veo rastro de embarazo en mi abuela. Una falda por debajo de la rodilla con una entallada chaqueta dibujan su estilizada y elegante figura. Es imposible pensar que esté a punto de dar a luz.
Sigo pasando páginas y veo una nuevo retrato; esta vez con mi abuelo, fechado en septiembre de 1945. Mes y año en el que nació mi padre. Aparecen los dos en un nuevo viaje a Madrid, solos y sin rastro de cualquier indicio de embarazo en mi abuela. ¿Dos fotos mal fechadas de la misma época?
Siempre habíamos bromeado con mi padre por su escaso parecido con el resto de la familia pero la genética, en ocasiones, es caprichosa y nunca sobrepasó el límite de lo anecdótico. Mi abuela siempre decía que se parecía a un hermano suyo muerto en la guerra zanjando de esa manera la conversación. Siempre creímos que el dolor por el recuerdo de su hermano muerto le hacía cambiar el gesto y el humor.
Las dos fotografías de mi abuela, sin rastro de embarazo, en las fechas en las que debería estar a punto de traer a mi padre a este mundo, hacen que una pequeña duda se instale en mi cabeza. Trato de deshacerme de ese pensamiento; siempre me han tachado de fantasiosa en la familia y procuro rechazar cualquier idea que no responda a un pensamiento racional.
Encuentro una foto de un bebé en brazos de una monja. En el dorso, escrito con una perfecta y redonda caligrafía se puede leer: Francisco Javier, septiembre de 1945. Santa Cristina. ¿Por qué mi padre tenía una foto en brazos de una monja recién nacido y no con mi abuela?
Mi abuela siempre nos contó que mi padre había nacido en la casa en la que ella y mi abuelo vivían mientras estuvo destinado en la base de Morón. Solo si le preguntábamos recordaba cómo fue pasar el embarazo y dar a luz lejos de la familia, pero rápidamente cambiaba de conversación. Las piezas del puzzle de la historia de mi familia empezaban a saltar por la presión de no estar bien colocadas.
Sigo buceando en el álbum de fotos buscando alguna imagen que me arroje luz o me saque de mi «fantasía».
Una serie de fotografías familiares están poniendo mi mundo del revés. O ¿quizás se trata solo de mi imaginación que coge velocidad con cada nueva fotografía?
Mis abuelos solo tuvieron dos hijos y ambos siendo ya mayores, con una gran diferencia de edad entre ellos. El parecido físico, era prácticamente inexistente. Los gestos y hábitos hacían que se pudiera encontrar cierto aire familiar, pero los rasgos no respondían a las leyes genéticas.
Las imágenes de mi abuela sin rastro de embarazo en la época en la que debería estarlo y la foto de aquél bebé con el nombre de mi padre en brazos de una monja en una maternidad de Madrid estaban poniendo en jaque mi historia familiar. Una sombra oscura se había instalado en mi cabeza en forma de duda. Algo con lo que habíamos frivolizado en las reuniones familiares por lo improbable que nos había parecido se abría paso en mi cabeza.
¿Qué pasó en tu vida abuela que escondías bajo llave posibles secretos de familia?
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