Domingo. Tarde. Gente cruzando por la plaza peatonal. Soy uno más sentado en el borde de la amplia fuente. Estoy nervioso. Observo alrededor por si la veo aparecer. Espero a mi hija, pero no sé a quién me voy a encontrar. Ni siquiera sé qué circunstancias han dado lugar a que se vaya a producir este encuentro. Aquí estoy: 5:30 de la tarde, un lugar céntrico de la ciudad, un domingo cualquiera de Marzo.

– Hola- está delante de mí. No la he visto venir.

-Hola, Mireia.

Está alta. No hay besos, no hay abrazos. Ahí está, tiesa, a más de un metro de mí. Un foso imaginario nos separa.

-¿Cómo estás?

-Bien- contesta haciendo un amago de sonrisa con su rigidez habitual.

Le falta poco para cumplir quince años. Dos años sin verla, si exceptuamos esa ocasión en la que aguardé escondido detrás de un árbol a la salida del colegio.

El corazón sacude fuertemente mi pecho mientras intento aparentar naturalidad.

-Qué pelo más moderno llevas. Te queda bien-

Lo lleva muy largo, como su madre. Una seña de identidad de ésta que ha heredado la hija.

-Gracias- contesta con otra imperceptible sonrisa.

-¿Quieres que vayamos a ver una exposición?

-Vale.

Desde bien pequeña acostumbrábamos a ir a ver exposiciones. Me gustaba observar su mirada siempre atenta, siempre curiosa.

Le propongo ir al Museo de Arte Moderno. Es un lugar especial, de mucho significado para nosotros. Allí, en una vieja casa ya demolida, pared con pared con el museo, empezó a ser un renacuajo en la tripa de su madre. Con esas palabras se lo recuerdo siempre que pasamos por allí.

Andamos por las estrechas y vacías calles del casco antiguo, ahora salpicadas de solares. Entre silencio y silencio tímidamente le hago preguntas sobre la marcha del colegio. Siempre ha sido un tema suficientemente neutral y nada comprometido. Muchas son respondidas con un escueto bien igualmente neutral.

-¿Has merendado?

-No tengo hambre.

Ya en el museo visitamos la exposición temporal. Es sobre el constructivismo ruso de principios del siglo XX. No entiendo ni me gustan nada este tipo de vanguardias, pero ella, con esa atención y esa seriedad que la caracterizan cuando intenta captar el sentido de una película o de una obra de arte, se para a ver cada uno de los cuadros, collages y maquetas. No quiero ir todo el tiempo junto a ella. Desde el primer momento de la tarde he querido aparentar normalidad para rebajar la tensión. La observo con disimulo. Ella sigue como escudriñando esos cuadros de líneas rectas y formas geométricas, ignorante de masas obreras y de revoluciones de Octubre. Recuerdo aquella vez en que entre incrédula, sorprendida y enfadada, se vino hacia mí y me preguntó » Papá, ¿esto es arte?». De vez en cuando me acerco a ella y le hago alguna breve explicación. Esa frialdad que transmiten esas obras parece ser un fiel reflejo de la situación entre nosotros, si bien a los ojos de cualquiera pareceríamos un padre y una hija pasando una tarde más de domingo.

Hemos estado algo más de una hora y ya tenemos que ir desalojando el museo. Apenas somos unos pocos los que quedamos y nos vamos dirigiendo a la puerta.

En el exterior, consciente de que es tarde ya, le pregunto si quiere que la lleve con el coche a su casa. Me contesta que no.

Nos dirigimos cerca de donde nos hemos encontrado, en una plaza que es un lugar de parada de muchos autobuses, esta vez por un camino más recto y más concurrido.

Hay bastantes personas esperando en las marquesinas. Muchos son de cierta edad. Algunos tal vez han ido a tomar un chocolate al centro y ya vuelven a sus casas.

-Tienes que bajar en la tercera parada de la avenida que hay cerca de tu casa.

-Vale.

-Adiós, Mireia.

Hace un breve gesto con el brazo, apenas girando la cabeza mientras sube.

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