Historia de una fotografía

Historia de una fotografía

Las fotografías, al igual que la música, nos ayudan a recordar e incluso a vivir momentos de los que no fuimos protagonistas.

Escribí esta historia con la certeza de que podría compartir esa imagen que durante años me fascinó, pero llegado el momento la dichosa foto no ha aparecido. Dice mi madre que el amigo que acompañó a mi padre sus últimos años de vida, Alzheimer creo recordar que se llamaba, le comió la cabeza y un día lo pilló rompiendo fotos porque según él salía gente que no conocía.

Así a primera vista, para cualquiera que la viese, esa vieja fotografía no tenía nada de especial. Es la típica imagen de feria en la que si eras lo suficientemente habilidoso para acertar en la diana, esta te obsequiaba con una instantánea del momento. El hábil tirador es mi padre. Esa imagen fue tomada hace 56 años, el 20 de septiembre de 1962 durante las fiestas de San Mateo, la fecha venía impresa en la parte posterior. Era una de mis fotos favoritas cuando de pequeño pasaba horas mirando los álbumes familiares.

Mi madre de joven con mis abuelos o con su grupo de amigas costureras a la salida del trabajo. Mi padre vestido de soldado mientras realizaba el servicio militar en Bilbao.

Mis padres de novios paseando por la calle Portales, la misma que sirvió de escenario para la mítica película Calle Mayor dirigida por Juan Antonio Bardem. Muy guapos todo hay que decirlo.

Alguna instantánea de mis bisabuelos, a los que no conocí, con gesto de sorpresa. Viejas fotografías en la que los retratados parecen mas asustados que satisfechos por ser inmortalizados, de esas que se hacían retocadas a mano para llevar en la cartera con los bordes ondulados.

Pero sin lugar a dudas esta de mi padre exhibiendo sus habilidades, posiblemente adquiridas en su época de feriante, cuando con tan solo dieciocho años recorrió España elaborando churros para endulzar los momentos de miles de personas, es una de mis favoritas. Me parecía mágico que con solo atinar en el punto exacto, ¡zas! foto. Mi padre siempre fue un gran admirador de John Wayne, Jon Vaine que se le decía entonces cuando el desconocimiento del idioma de la pérfida Albión era lo suficientemente osado como para decir Car Gable y no Gaybol, o crucificar al rey del cine negro, Bogart con un Upy Bogar e incluso Umperi Bogar ante la imposibilidad de pronunciar un nombre tan extraño como Humphrey.

Pero volviendo a la foto de mi cowboy favorito y debido a mi debilidad, heredada de él, por los western protagonizados por los Waynes, Cooper o Lee Marvin de moda, había otra cosa que me llamaba la atención. Y era un hombre que aparecía en segundo plano, con bigote y nariz afilada que a mi siempre se me antojaba como el más malo de la película. El Lee Van Cleef de la foto. No se por qué, pero siempre lo veía así.

Con el tiempo crecí y abandoné las fotos familiares por aficiones más propias de la edad como el rock and roll y las chicas, y así, esa imagen quedó en la retina de mi memoria guardada como uno de los recuerdos indelebles de mi infancia. Y pasaron los años.

Treinta años después

San Mateo de 1992. Ese año mi madre pensó que ya era hora que les presentara a esa chica que tantas veces llamaba por teléfono y con la que quedaba a tomar café a diario antes de que fuese a dar sus clases. Era y es profesora. Y tanto insistió que al final la llevé a casa. La cosa discurrió de lo más normal, rogando por dentro que mi padre se comportara y no hiciese alguna de las suyas. En la sobremesa hablamos de nuestras familias, contando anécdotas de cuando éramos pequeños y el inevitable visionado de fotos, en el que las madres se empeñan en humillarte delante de tu novia con esas imágenes en las que apareces abierto de piernas con las pelotillas al aire. Seguimos viendo tranquilamente esas fotos que me sabía de memoria y llegamos a la foto de mi padre tirando en las barracas. Cuando le señalé al malo de la película, Carmen exclamó ¡Ostras! era muy fina ella, hoy y debido a mi influencia tal vez hubiera dicho ¡joder! ¡Si es mi tío Antonio! Miré la foto y efectivamente el parecido era razonable con el del tío preferido de mi mujer, pero sinceramente dudaba que fuera él. Me pidió la foto para corroborar su teoría y efectivamente, salvo el protagonista de semejante casualidad que seguramente exclamaría “Cujones (no cojones) que voy a ser yo ese” todos llegaron a la conclusión de que el malvado de la foto, efectivamente era el tío Antonio.

La cosa no deja de tener su gracia. Ese hombre de voz profunda que siempre me llamaba chaval y me contaba historias de su infancia en su Salamanca natal mientras iba de dar a comer a los toros en la dehesa de su querida tierra, formaba parte de mi familia incluso antes de nacer yo, y con el tiempo nuestras vidas quedaron unidas para siempre por su sobrina y una vieja fotografía.

El tío Antonio nos dejó hace unos años y mi padre poco a poco se fue desdibujando en su rincón del salón de casa victima del Alzheimer y también falleció, pero siempre quedará en mi recuerdo la imagen de estos dos cowboys urbanos que a principios de los sesenta coincidieron mágicamente tras el objetivo de una cámara de feria.

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