¡La bondad de la naturaleza es infinita e innegable!…

Mi último suspiro fue el mismo que le dio la vida a ese pedacito de esperanza adornado de virtudes y engalanado con las más exquisitas promesas de una existencia dotada de victoria y de conquista. Mientras mi alma se elevaba despacito, como dándome lugar a despedirme, mi mente seguía conectada con la de él; en ese vínculo acerado que nos hace inmortales y perpetuos. Bastaron nueve meses para que se forjara esa sensibilidad que nos hacía cómplices de amor; creando en él y en mí, una simetría siamés unida por dos almas.

Yo debía partir a un viaje sin retorno, él debía quedarse para cumplir con el milagro de su existencia. No estaría sólo, mi otra mitad quedaría con él para llevarlo de la mano por caminos de conquista, lejos, muy lejos de la miseria, del llanto y del sufrimiento. Yo estaría con ellos desde arriba, con la promesa indestructible de hacer inmortal esa esencia que nos conectaría para siempre, lejos de posibles pretensiones heroicas; mi partida estaba revestida de paz y de sosiego. La muerte en mi caso, no era un yugo infame; era un trueque de esperanza que le daba la garantía de existencia a la parte de mí que se quedaba en este mundo.

Ya era hora de dejarlos, de avanzar hasta el lugar que el destino me tenía preparado, los dos hombres de mi vida estaban facultados para emprender ese trayecto, tomados de la mano para que sus triunfos no se esfumen. No estoy triste; estoy tranquila. El amor disipa mi presente y me llena de anhelos. Un suspiro me arropa con su fuerza y me garantiza la paz que desde ahora me acompaña.

He llegado a la bóveda celeste, al lugar reservado para mí perpetuamente; a esa eterna morada adornada con espigas y cipreses, con jardines y fontanas, con alegría y con paz. Y frente a mi…. La ventana que me ofrece, el anhelo de observarlos desde arriba para siempre. No podía ser más privilegiada, pues mi partida me había convertido en la vigía que alumbraba su esperanza. Mi amor se convertía en fuerza y llegaba directito hasta su espíritu envolviendo sus propósitos en forma de ilusión.

No era una utopía, era una realidad, pasaban las horas, los días y los años y yo seguía junto a él, aquí, desde mi ventana, como un pacto umbilical que ni siquiera la muerte podía romper porque cuando él abrió sus ojitos afuera de mi vientre, la vida generó una ecuación celestial que multiplicó nuestra existencia y la hizo eterna. Lo veía crecer, lo veía cumplir sus sueños, lo veía sonreír y hasta llorar; y ahí estaba él, su padre, su compañero, su guía, su modelo; no lo descuidaba ni un segundo, volvía sagrados los instantes en un desempeño exacto, idéntico a lo que mis miedos me advertían antes de partir. Cuidaba su abrir y cerrar de ojos y poco a poco fue moldeando su carácter con su ejemplo, rompiendo sus temores con su confianza y sembrando semillas de amor y de constancia, debía ser fuerte como él, como su padre y para eso adoquinaba su camino, con consejos, con dechado y con franqueza.

El mejor de los momentos estaba ahí en la mesa, la mesa para tres, porque siempre reservaban mi lugar como un ritual sacro, manifiesto, certero. Una por papá, otra por mamá que está en el cielo y otra para mí—. Era su discurso tres veces al día cada día y su excusa perfecta para comer hasta el último bocado y esfumar la rabia y la culpa que a su edad lo atormentaba. Mi paz era la suya y al dormir yo estaba ahí, a su lado, sin que él pudiera palparme pero si pudiera percibirme; dejando en sus sueños una pila de razones, de motivos que aclararan sus dudas, que disiparan su dolor por no tenerme junto a él. Secaba sus lágrimas como mi amor sobrentendido, aliviaba su corazón adolorido y llenaba su cabeza de mensajes de esperanza y su espíritu lo recargaba con poderío y valentía, por eso cada mañana; se levantaba con el corazón blindado para que la culpa no lo importunara.

Lo vi cumplir todas sus metas y decirle a sus amigos que su familia está completa, que nunca ha estado rota o fragmentada, que su madre no había muerto, que siempre fuimos tres y seremos así para siempre. Son dos manos físicas y una espiritual que forman un cordel indestructible, resistente, sólido, firme. Mas allá de la vida o de la muerte, está el amor que atesora las verdades de las almas transparentes que habitan nuestro cuerpo. Desde aquí donde no se toman en cuenta los minutos, seguiré vigilando a los amores de mi vida; tejiendo sueños etéreos y entregándoselos cada uno en un suspiro.

Padre e hijo siguen avanzando tomados de la mano, mi familia sigue intacta, el pacto de amor nunca fue roto y la mesa para tres seguirá puesta porque estaremos eternamente unidos, con lazos fuertemente inquebrantables. El amor no necesita ser manoseado, basta con sentirlo y emitirlo aún desde mundos fuera de este mundo. Puedo quedarme serena, mi lugar aquí desde mi ventana, justifica el propósito de lo que fuera mi existencia allá en la tierra. No necesité permanecer en un cuerpo para mantener la unión de los míos, el milagro de la vida que se gesta y que germina, garantiza su potestad desde siempre y para siempre…

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